62 brazadas

Silvina López Medin

Buenos Aires - 2015

144 páginas / 14 x 20

ISBN 978-987-3760-12-9

1

 

No busques hacer pie,
ahora es otro el arte:
sostenerse y avanzar, así es
ser nadador.
 
Sobre 62 brazadas, por Mercedes Araujo

“Lo que ofrece el agua/ es resistencia /no esperes otra cosa del agua”.

El tercer libro de poemas de Silvina López Medin (Buenos Aires, 1976) está hecho de 62 poemas breves, elegantes y precisos, poemas de una sonoridad deliciosa y una sintaxis concisa que parecen escritos al ritmo de una respiración regulada.

62 poemas – definidos por la autora como bloquecitos o fotogramas- que destellan por la densidad que contienen y porque la revelación es su materia sutil. Escritura que ocurre en el movimiento de un cuerpo sumergido y desde allí nos interroga o nos llama a descubrir el misterio del tiempo, de sostenerse y avanzar, en el agua, en el vacío.

El agua es un medio mil veces más denso que el aire y los buenos nadadores suelen intuir como mantenerse en la mejor posición posible para escurrirse y deslizarse dentro de la resistencia tenaz que ofrece el agua. Aun así, una vez dentro del agua, ocurre siempre una revelación y es que nosotros no somos peces y que nunca, por más eximios nadadores que nos volvamos, perderemos el miedo a ahogarnos. Es decir, aprendemos a nadar con la intención de no morir.

En este libro, en el que las preguntas se disparan como germen y se ensanchan por su levadura, es posible interrogarse:

Si no hay corriente, qué te lleva

de un borde a otro

del agua

del día.

o responderse a lo largo de la travesía:

No busques hacer pie,

ahora es otro el arte:

sostenerse y avanzar, así es

ser nadador.

A nadar se aprende y mientras lo intentamos nos preguntamos ¿esto habrá sido algo natural alguna vez? Quizás entre nuestros ancestros africanos, hubo alguno, que así como respiraba, podía nadar. Un tiempo en el que la sustancia no estaba dividida. De allí nos vienen las sirenas, mitad humanas mitad marinas, los seres anfibios, las ciudades bajo el agua y los dioses, tan buenos como malos, tan terrestres como marinos.

Y en la piedra, la impresión de otra época.

El agua es transparencia, pero esencialmente es densidad y siempre ofrece una promesa: tocar el fondo y emerger. Se puede nadar con el corazón sano o con el corazón enfermo, respirando bien o con dificultad, pero uno nunca deja de recordar que es un movimiento de la supervivencia.

Los poemas del libro toman forma de preguntas, de respuestas, de advertencia íntima, son acotados y tienen una enorme gracia en la entrada y la salida, igual que cuando nos sumergimos o salimos del agua. Hundirnos también nos sirve para reconocernos, para abandonar el cuerpo pesado que el agua nos hace olvidar. El cuerpo que pierde y recobra su contundencia, la respiración que nos fuga hacia adelante, el movimiento entendido como un ritmo, la levedad a la que nos somete, como la gracia momentáneamente adquirida. Los poemas del libro tienen que ver con la vitalidad de la duda y con su levedad, todos sabemos que mantener cualquier cosa hundida es un asunto difícil y voluntarioso ya que nada se hunde si no logra pesar más que la resistencia del agua y que, cuando ocurre, es un ancla, un peso muerto.

Debajo del agua se escuchan sonidos extraños y se perciben olores y colores desconocidos, es más fácil llorar, sentir o pensar. En el agua el corazón trabaja menos porque el cuerpo es liviano, pero el agua nos expulsa. Estar en el agua es habitar una galaxia emotiva desconocida. Quizás por eso, estos poemas nos regalan pequeños compendios de sabiduría y sorpresa sobre esa materialidad enrarecida y -tan inquietante como tranquilizadores- en el mismo acto nos devuelven la inocencia y confirman el extravío:

Vas de espaldas esta vez

la mirada opaca

es la del cielo.

O

No estás donde deberías.

En el epílogo de este libro, López Medin nos cuenta que escribió en un cuaderno de notas unas líneas que luego fueron un método y siempre una pregunta: ¿Qué lo impulsa a seguir cada vez? La brazada condensa el gesto: el brazo se extiende, parece que fuera a alcanzar algo y no lo hace: vuelve a hundirse, vuelve a salir. Ella escribe sobre ese vacío: uno avanza, en la escritura, en la vida, sobre esa especie de vacío. Avanzar sobre el vacío es insistencia, es fe.

Cuando nadamos estamos solos, contamos con la levedad, el movimiento y la respiración, con la memoria del cuerpo (o con “la memoria de tus músculos”) y tenemos pocas certezas pero una es contundente, tendremos que movernos para salvarnos. Mientras tanto deberíamos respirar bien y persistir. En los poemas de 62 brazadas hay incertidumbres, consejos e interrogaciones sobre la supervivencia, el impulso y la intuición. Como la poesía, el agua ofrece su resistencia y lo que hagamos en ellas o con ellas, nos llenará de posibilidades o de derrotas, pero fundamentalmente nos hará cambiar de lugar.  Así nos incita la brazada 62 de este bello y sabio libro:

Una vez más al borde, una pileta

apenas flexionados los brazos

el cuerpo entero hacia adelante

¿Ves?, agua.

Ahora, saltá.

El agua donde se escribe, epílogo por Silvina López Mediín
Neddy Merrill, el nadador, tiene la mirada de un cartógrafo: ve en las piletas de sus vecinos un curso de agua, un río. Neddy Merrill tiene un plan: atravesar a nado esas piletas hasta llegar a su casa. Ahí lo espera su familia. Neddy Merrill nada pileta tras pileta, cumple con su plan. Pero cuando por último, encorvado, resoplando, exhausto, llega a su propia casa, la encuentra inesperadamente vacía, abandonada.
El impulso dramático
La obra de teatro que escribí empezaba con un grupo de gente que toma sol en la terraza de un hotel y repite una frase que aparece al comienzo del cuento El nadador de John Cheever: “Anoche tomé demasiado.” De la nada, un hombre en traje de baño, empapado, sube las escaleras, aparece en la terraza, y lo primero que dice es eso mismo. Como sucede cuando uno escribe a partir de un personaje ajeno: éste es y no es el nadador de Cheever. Es y no es. Está como perdido en tiempo y espacio, y casi no habla en toda la obra. Es un provocador pasivo: está quieto, pero su mera presencia hace que el resto se agite a su alrededor.
El espacio, que en el cuento cambia en forma permanente, acá es uno solo, la terraza. La repetición, que en el cuento se da en términos de acción, acá se traslada al lenguaje. Estos
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elementos, sumados a la pasividad del personaje, hacen a la quietud de la obra.
El problema fundamental era esa misma quietud. Lo potente del cuento está en el movimiento. Cheever es un maestro del corrimiento espacial y temporal, que en este cuento está llevado al extremo: el nadador no deja de desplazarse, y el tiempo hace lo suyo, pero de una forma no lineal. En el cuento, el nadador y el tiempo avanzan a distintas velocidades y de distinto modo, no se encuentran, mejor dicho, se rozan de una forma extraña. La obra de teatro estaba demasiado quieta, perdió encanto, quedó trunca. Construida, pero abandonada como la casa del nadador.
Las 62 brazadas
Pasó tiempo. Una mañana soleada, como la del principio del cuento, miré la puerta cerrada de la casa de enfrente y anoté esto en mi cuaderno: “Has recorrido una a una las casas para no entrar en esta”. Una vez más aparecía el personaje del nadador. Tiré de esa línea y salió un poema. Uno de esos textos enmarañados, que piden aire. Pensé que podía llegar a abrir ese poema en una serie, y así darle el aire que necesitaba.
Me atrajo pensar un texto poético a la manera de un guión: en cada bloque ver qué hacía, qué le sucedía a ese personaje.
¿Por qué necesitaba que estuviera en el agua? Quería indagar los sentimientos que surgen al enfrentarse con un entorno no natural. Este personaje elige no pisar, mantenerse lejos de la tierra. La tierra es más dura, lleva a tomar conciencia, en el agua las cosas son livianas.
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¿Qué es lo que lo impulsa a seguir cada vez? Empieza en una pileta, nada, alcanza el borde donde termina, sale, vuelve a zambullirse en otra, y así. La brazada también condensa algo de ese gesto: el brazo se extiende, pareciera que fuera a alcanzar algo y no lo hace: vuelve a hundirse, vuelve a salir.
Una mañana muy temprano anoté en mi cuaderno: “Estoy escribiendo sobre ese vacío, uno avanza, en la escritura, en la vida, sobre esa especie de vacío. Ese avanzar sobre el vacío es insistencia, es fe.”
La gran mayoría de las preguntas escritas en mi cuaderno, en la serie no salen a la superficie. Habrán quedado debajo, como esas hojas que se acumulan en el fondo de una pileta.
Una última cuestión era el final. Quería que, a diferencia del de Cheever, mi nadador llegara a la casa y siguiera de largo. Es de noche, él está quieto por primera vez, parado en un charco, el cuerpo seco. ¿Qué lo impulsa a ponerse en movimiento de nuevo? Llamé por teléfono a un amigo físico, hablamos de cómo en última instancia todo está siempre en movimiento, sólo basta elegir con qué compararlo. Cuando corté era de noche y escribí una parte del penúltimo bloque, el 61: “volvés/ la mirada hacia el cielo esas nubes/ cambian/ de lugar.” Al otro día anoté: “Él también sigue, se acopla a ese ritmo.” Y escribí el bloque 62, el último. Había pasado mucho tiempo desde que había escrito el primer bloque de la serie. Y más tiempo aún desde que había empezado la obra de teatro. Cuánto tiempo, no estoy segura. Cerré el cuaderno. Y empecé otro.
Las 62 brazadas de SLM, por Fernando Soberón

En el nuevo libro de Silvina López Medín, las brazadas muestran el esfuerzo denodado de un nadador por encontrar su norte. Lo central no es sólo el rumbo o el ritmo de los versos sino cómo el sentido se filtra, lento, a través del uso atinado de la connotación. López Medín trabaja la connotación de una manera diferente a como la trataban los poetas noventistas. En los poemas de 62 brazadas, la connotación surge en relación con un fondo filosófico. En los noventa, la connotación se relacionaba con lo anodino y lo trivial. En el libro de López Medín, cada texto forma un bloque y entre todos arman una especie de edifico sutil, o una pileta, en la que el nadador es un hombre cualquiera que siente su vida, su existencia, el devenir del mundo ante sus ojos, frente a sí. El libro propone una reflexión sobre el sentido de la cosas, sobre el sentido de la vida. Es un libro de poemas: es un libro filosófico. 62 brazadas propone el extraño caso de poemas filosóficos al modo oriental, o lo que nos han dicho que es oriental. En cápsulas mínimas hay dosis de reflexión sobre lo que se puede y lo que no se puede, lo que nos desborda, lo que nos perturba y lo poco que podemos retener.

El nadador es cada nadador, cada sujeto que vive su existencia como puede. Mientras lee, el lector es el que realiza las 62 brazadas. Y descubre en el recorrido lo imposible, lo que desea. Es curioso: los poemas logran un efecto que suelen generar los relatos o los cuentos. Aunque no hablen de un personaje definido, los poemas configuran un sujeto, el sujeto que existe, que sufre, que nada. El lector lucha con el sinsentido mientras los textos breves lo mojan con el agua de la poesía.

SUBURBANO

Sobre 62 brazadas, por Fernando Molle
PARTES DEL TODO (fragmento)

No es habitual en la poesía contemporánea los casos de “adaptación” de textos narrativos. 62 brazadas, tercer libro de poemas de Silvina López Medin (Buenos Aires, 1976), parte del clásico relato de John Cheever, “El nadador”. Es la historia de un hombre que emprende un alegórico regreso a su casa nadando a través de las piletas de sus vecinos. Estructurado en breves “bloques”, 62 brazadasdesgrana, en cada uno de sus poemas, la sensorialidad del cuerpo rodeado por el agua. Poemas-brazadas que alcanzan el efecto reverberante del haiku, su detención temporal, pero a su vez –y aquí reside la potencia del libro- avanzan en el tiempo y el espacio líquido como fragmentos de una narración (ya autónoma del relato “original” y con un final diferente). Hablados por una voz que se funde con la del hombre que bracea, los poemas deslumbran al unir fulguración lírica y dinamismo narrativo. Como un nadar sin descanso a través de fotogramas poéticos.

Fernando Molle

REVIEW

62 brazadas / fragmentos

“Pasó tiempo. Una mañana soleada, como la del principio del cuento, miré la puerta
cerrada de la casa de enfrente y anoté esto en mi cuaderno: “Has recorrido una a una
las casas para no entrar en esta”. Una vez más aparecía el personaje del nadador. Tiré
de esa línea y salió un poema. Uno de esos textos enmarañados, que piden aire. Pensé
que podía llegar a abrir ese poema en una serie, y así darle el aire que necesitaba”.

(extracto del epílogo de “62 brazadas” escrito por la autora).

9

Has puesto un límite a tu aventura

has elegido aguas domésticas.

10

En el centro del verano

no se piensa

más que en verano: el centro, el punto

¿más distante de qué?

No, no se piensa no se dice.

Es cuerpo,

se sumerge.

19

Como si la repetición construyera el deseo

como si del deseo de tu casa dependiera tu casa.

29

Cada brazada enturbia el agua.

Cuando recobra su nitidez

ya estás afuera.

62

Una vez más el borde, una pileta

apenas flexionados los brazos

el cuerpo entero hacia adelante

¿Ves?, agua.

Ahora, saltá.

Silvina López Medin
Nació en Buenos Aires en 1976. Publicó los libros de poemas La noche de los bueyes (Madrid, Visor, 1999), Primer Premio Iniciación de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación y Premio Internacional de Poesía a la Creación Joven de la Fundación Loewe.

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