Me acuerdo de la noche en que escuché por primera vez un poema de Robin Myers. Me acuerdo de la fuerza de sus versos: “I would live from flash to singular blinding flash if I could, if that didn’t mean some species of despair, some dissolution of faith…”. El poema me lo leía Ezequiel Zaidenwerg. Me contó que se trataba de una norteamericana de poco más de veinte años. No me sorprendió la edad: son muchas las verdades que se saben más y mejor a los veinte años que nunca. En seguida Ezequiel me leyó su traducción: “Yo, si pudiera, viviría de un fogonazo cegador a otro, / si aquello no entrañara alguna forma de desesperanza, un debilitamiento / de la fe…”. La versión no era sólo precisa y musical. Era, sobre todo, urgente y necesaria: recuperaba y recreaba una voz, una intimidad. Se daba uno de esos casos infrecuentes y felices en los que el traductor encuentra en el fondo de sí mismo el tono, la frecuencia de la voz del poema a traducir. Era evidente que había algo en esa poesía que para quien la estaba traduciendo era importante decir en castellano. Desde esa noche soy un lector privilegiado de la poesía de Robin Myers. Un privilegio que la publicación de este libro pone al alcance de todos. Lo demás está cuidadosamente estructurado en tres partes (“lo que hay; lo que hubo; lo que haya”) y en esa disposición se adivina una intención, un dibujo: los poemas más “clásicos”, más directos e inmediatos, aparecen en la primera parte y al final. En el medio, poemas que tienen algo de diario íntimo, donde una misma sensibilidad va abriéndonos su percepción en escenarios cambiantes (ciudades centroamericanas, norteamericanas, Jerusalén, Belén). A lo largo del libro, aparecen una y otra vez varios procedimientos que Myers maneja con parejas naturalidad y maestría: la yuxtaposición de elementos disímiles pero secretamente vinculados (“Esto es el verano. / Este es el continente que cruzaste, / la carta que pusiste a lavar con la ropa por error, / el cuchillo con el que te cortaste picando una cebolla”), el dar cuenta de ideas o elementos abstractos con imágenes concretas, físicas (“Dejame que me quede / este zumbido visceral / en los pulmones”), la rara capacidad de dejar que la voz del poema dialogue consigo misma, a veces cuestionándose o contradiciéndose, mientras va sucediendo el poema (“Nos dicen que primero hay que aprender a disfrutar de la alegría / para después poder tolerar la desolación. / No. / Toleramos lo que podemos tolerar. / No. / No sabemos qué podemos tolerar. / ¿No? / No sé, Nina, / no sé”). Los poemas son muy variados, si bien recorridos por una misma voz que se muestra a la vez fuerte y vulnerable: pueden nacer de un breve instante epifánico, o demorarse en una experiencia iluminándola con sucesivas imágenes, o explorar los límites del género fusionándose con la carta o el diario íntimo. Siempre sorprenden, siempre pasan una y otra vez del plano confesional, narrativo, directo, al específicamente lingüístico, poético, y viceversa.

Borges proponía dos posibles destinos venturosos para un libro de poesía: dejarle al lector algunos poemas memorables, dejarle una imagen general del poeta que lo escribió. En el caso de este libro, ambos destinos se realizan. Son muchos los poemas que se quedan en la memoria y el corazón del lector: la súbita emoción al escuchar a un chelista callejero en la estación del subte; el dolor de la separación antes de la separación; la punzante nostalgia por la vida que fue. Y recorriendo todo el libro, haciéndolo, una mirada y una voz valientes, con la valentía más rara: la que se atreve a exponer su incertidumbre, su fragilidad.