Plaza Washington

Alejandra Pultrone

 

Buenos Aires - 2017

60 páginas / 14 x 20

ISBN 978-987-3760-64-8

 

(…)

Insólitamente, nieva en Buenos Aires.

Los chicos corren por la vereda, se sacan fotos.

El mundo extraño y ajeno

Esta noche la ausencia tiene nombre de ciudad.

La nieve es más triste.

(…)

La vida heredada sigue intacta.

Hacer lo que se debe.

De a poco, se acaban las preguntas de los otros.

Dejo de repetir la historia de tus últimos días.

Tus ojos.

Sigue andando.

(…)

Hablemos de los viejos tiempos.

Que suene otra vez la música de los Village Stompers.

¡Washington Square!

Pidamos.

Que resuenen tus pasos en la escalera, al caer la tarde.

(…)

La intimidad diaria de la poesía, por Gustavo Yuste

El libro Plaza Washington (Zindo & Gafuri, 2017) de Alejandra Pultrone oscila entre el diario personal y un poemario. A partir de la brevedad y la condensación de sentidos, la autora va haciendo referencia a una enfermedad de un familiar que va a su obvio final, a la vez que intercala con las reflexiones que a diario a traviesan la mente de un escritor. ¿Cuándo se escribe y cuándo se vive? 

¿Cuáles son los límites entre la realidad y la literatura? ¿Qué hace un escritor cuando no escribe? Esas preguntas parecen rondar a lo largo de Plaza Washington (Zindo & Gafuri, 2017) de Alejandra Pultrone, donde se oscila entre el diario personal y el género poesía. Aprovechándose de la brevedad de ambos registros, la autora condensa sentidos potentes en pocas palabras, logrando que el lector no quede indiferente.

Partiendo de la enfermedad de su padre, la autora comienza a anotar breves -brevísimas- acotaciones a manera de diario íntimo, aunque no estén fechadas y hasta guardando cierta independencia entre sí, lo que conlleva a que pueda ser leído como un poemario ordinario. Sin embargo, la cuota de intimidad que se puede encontrar en cada página, sumada a la delgada línea entre literatura y realidad, hacen de Plaza Washington un libro más que particular.

Por ejemplo, puede leerse a lo largo del libro: “Extracción de la piedra de la memoria, suplico”; “Sin deseo de escribir./ La literatura hace tiempo inició su retirada./ Este dolor escribe emancipado”; “Arrojar la memoria./ Que caigan lejos los fragmentos de la felicidad”.

En esa decisión estética de medir cada palabra, donde la potencia de lo breve se despliega en todo su esplendor, lo que hace que Plaza Washington se sostenga a lo largo de sus hojas. En ese sentido, hay también una frontera endeble entre la interrogación y la afirmación, lo que vuelve aún más seductor el estilo elegido por Pultrone. Así,se insta a “Resignar lo comunicable” y también se evoca un deseo: “La distancia necesaria para poder soñar sin fracasar”. 

De esta manera, el lector viaja por la intimidad que siempre puede presentarse en la poesía, pero que Pultrone vuelve aún más explícita para que las fronteras entre la vida y la literatura sean más permeables todavía. En búsqueda de “Recobrar el antiguo latido del entusiasmo”, los versos de este libro avanzan de forma impredecible, pero con una meta segura: encontrar ese costado íntimo, casi personal, que existe en cada palabra.

RESEÑAS CAPRICHOSAS/GUSTAVO YUSTE

Alejandra Pultrone: sus respuestas y sus poemas, por Rolando Revagliatti

is.

De entre las antologías nacionales y extranjeras en las que ha sido incluida, destacamos Animales distintos: Muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas (Ediciones Arlequín, ciudad de México, 2008).

Fue directora de “Stevenson” (1992-1997), librería especializada en poesía, y asistente de dirección de la revista-libro de literatura “Sr. Neón”, desde sus inicios (nº 1, julio 1992) hasta su edición final (nº 10, diciembre 1995). Co-dirigió el sello editorial de poesía “Libros del Empedrado” (1994-2004).

En soporte papel publicó los poemarios La cuerda del silencio (1991) y Hopper (1995). Este último cuenta con segunda edición en formato caja-libro (2005). En formato caja-libro apareció en 1997 un tercero: Ciudad demolida, el cual tiene, lo mismo que Hopper, edición electrónica (por Nostromo Editores, en 2006 el primero de los citados, y en 2003 el segundo).

Un cuarto poemario, Restos de poda, fue editado electrónicamente en 2004 por la revista española “Teína”. Inéditos permanecen Seca palabra (2005) y Aflicción (2013).

–¿Despuntar de recorridos desde la palabra y la escritura?

–Mi primer encuentro con la literatura fue desde la voz de mis padres: mi madre fue la de la narración, quien me leía mis “cuentitos” españoles ilustrados por Juan Ferrándiz-esos que se vendían en los kioscos de diarios y revistas- y las historietas de La Pequeña Lulú. Mi padre fue la voz de la invención: me narraba historias donde todas las princesas llevaban mi nombre. El mío pertenece al de una princesa inglesa admirada por mi madre por su elegancia, inocente ideal para una niña criada entre hermano y primos varones. Un deseo que ella dio a luz junto conmigo, según instala la novela familiar, ya que iba a llamarme Nora. Mi educación y formación espiritual fue católica apostólica romana desde el inicio, a diferencia de la de mi hermano, quien recibió su educación primaria en la escuela pública y laica y sólo en la adolescencia prosiguió en una escuela católica. Entonces mi infancia estuvo atravesada por hagiografías para niños y catequesis post Concilio Vaticano II, novelas de la colección Robin Hood, las de Luisa Alcott y Juana Spiry, historietas de Disney editadas en México, las revistas “Billiken” y “Anteojito”. Y las historias de vida de heroínas románticas como Santa Teresita de Lisieux y Bernardette Soubirous, “una mezcla milagrosa”, como dice el tango… Alrededor de los siete años mi prima mayor había encontrado un ejemplar de “La amada inmóvil” de Amado Nervo y quedé cautivada por esa aventura de amor trunco. De una antología de poemas de mi padre recuerdo también un poema tristísimo de Evaristo Carriego, “La silla que ya nadie ocupa”, referido a la orfandad materna. Apenas concluida mi primera clase de Castellano en primer año, me acerqué con la timidez que me caracteriza a la profesora para preguntarle dónde iba a poder, al finalizar el colegio secundario, estudiar lo que ella enseñaba. Me respondió con una sonrisa asombrada, enumerando posibilidades futuras: algo de un destino se selló allí. Comienzo a escribir poemas a los dieciséis.

–Y llegamos a tu despedida del colegio secundario.

–Sí, cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires estaba desmantelada, en las postrimerías de la dictadura y retorno a la democracia. Gracias al entusiasmo de una prima política-quien fue una guía excepcional en la adolescencia y orientó mis lecturas-egresada y docente de la Universidad de Morón, accedo a una formación privilegiada para esos últimos años de censura y represión: algunos de mis profesores fueron Noemí Ulla, Susana Zanetti, Graciela Gliemmo, Celina Manzoni, Miguel Wiñazki, Susana Santos, Alba Correa Escandell, Alicia Parodi, Graciela Susana Puente. En 1985 Octavio Paz llega a nuestra ciudad y asisto a su lectura de poemas, la que me produjo un cambio radical en el modo de concebir la escritura poética.

–El escritor valenciano Rubén Andrés Arribas, en 2002, te hizo un reportaje –que sigue en la Red, puesto que poniendo tu nombre y apellido en un Buscador volví a dar con él-: considerabas experimental a tu primer libro. ¿Qué –con qué- experimentabas?… Y algo más, un comentario: el texto que introduce en ese corpus se titula “El cuadro”. Lo que, si se quiere, “anticipa” a “Hopper”.

–Experimentaba con el lenguaje poético, era la búsqueda incipiente de mi propia voz. Ese libro inicial está compuesto por poemas escritos con un fervor juvenil, es el testimonio de mis primeras lecturas y encuentro con poetas “capitales”: Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Miguel Hernández, García Lorca y tantos otros. Por supuesto, los poetas del ámbito literario argentino de los ochenta. Conocí en el Centro Cultural General San Martín a Jorge Santiago Perednik, quien dictaba dos cursos que fueron muy importantes para mí, uno dedicado a Octavio Paz y otro a Héctor A. Murena. Así me acerqué a la revista literaria “Xul” que él dirigía. Yo estaba en mis primeros años de formación académica y portaba una posición de rebeldía, con cierto exceso de crítica a lo que veía como enciclopédico. Perednik me ofreció otro modo de cuestionar los textos, otra imagen de escritor. Le estaré siempre agradecida. Está también el cruce no sólo con la pintura, sino con el rock nacional: hay poemas dedicados a Federico Moura, por ejemplo. Fui una joven que disfrutó mucho de la música de su tiempo. Mi hermano tenía una banda de rock en su adolescencia y los ensayos eran en nuestra casa, así que en mi infancia los sonidos del llamado “rock progresivo” sonaban diariamente, desde muy chica escuché a Almendra, Pappo, Arco Iris, Aquelarre…Con una compañera de facultad, hoy psicoanalista, María Laura Rodríguez Mormandi, realizamos un trabajo crítico de las letras de toda la discografía de Virus, la banda musical de Moura, que no llegamos a editar. En “La cuerda del silencio” hay un pasaje por ahí. Y claro, por la pintura, es cierto, hay una anticipación. “El cuadro” es mi primer intento de captura de la experiencia estética de contemplación de una pintura: Magritte y “La condición humana”. Fue un pintor que me acompañó en esos años.
Ya que hablamos de anticipación, en “La cuerda del silencio” también hay una referencia al psicoanálisis, un texto dedicado a mi primera analista. Son los dos grandes encuentros “fundacionales”: poesía y psicoanálisis.

–Edward Hopper (1882-1967), en algún lugar dijo o escribió lo que vos instalás antecediendo tus textos a partir de su obra: “Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared”. Alejandra Silvia Pultrone: ¿Cuál es tu deseo…?

–¡Qué pregunta difícil, Rolando! Si apuntás hacia el deseo de escribir, diría que contra viento y marea se sostenga, que pueda abrirse camino como siempre lo hizo, con más o menos esfuerzo, según las instancias de la vida. Hace poco pensaba que si tuviese que ubicar una constante en mi existencia, sería la escritura. Y la lectura. Otros deseos fueron oscilaciones, estuvieron encendidos un tiempo y se apagaron. La escritura es una llama débil o fuerte, siempre encendida. Escribo un diario desde los doce años, que fue transformándose; es una escritura- collage que alberga todos mis intereses, una miscelánea manuscrita atravesada de fotos, recortes, notas bibliográficas, poesía, pequeñas narraciones cotidianas. Hace un tiempo comencé la tarea de extracción de los poemas que se encuentran allí: son “los poemas escondidos en los cuadernos”.

–¡Oh!, y tu época de artesana (en mi casa lucen algunos trabajos tuyos): en madera, en cerámica. Estudiaste dibujo y pintura artística. ¿Qué te fue pasando durante aquel lapso de aprendizaje primero y de labor después? No creo que hayas abandonado por completo.

–La artesanía me permitió atreverme a crear en un espacio desconocido. En mi familia, la artesana, la que pintaba era mi madre… Es una época que recuerdo con alegría y cariño; el taller de artesanías es, en general, un ámbito femenino, donde se crea y se cuenta; las mujeres volcamos allí bastante de la vida cotidiana, los afectos, los hijos, los nietos. Me reunió con historias muy distintas a la mía, aprendí, disfruté. Y pude compartir la actividad con mi madre: fue muy valioso desde ahí. El estudio de pintura artística lo sostuve durante unos años, invocando la frase arltiana, lo poco que realicé, fue con “prepotencia de trabajo”. No tengo con la pintura, lo que suele llamarse “mano”, don natural, todo lo que pude conseguir allí, fue desde el esfuerzo. Y a veces, un impedimento para seguir: tenía ideas pero me faltaban recursos técnicos y eso me desalentaba un poco. Trabajé con óleo y acuarela. Me atraen especialmente los motivos marinos. En la actualidad no estoy pintando, pero sé que voy a retomar la actividad.

–Y has tenido tu etapa como directora de “Stevenson”, el que además de ser un espacio bello de librería (y editorial, en el primer piso), lo fue de Ciclos de Poesía. Y hasta compartiste la responsabilidad de dirigir una colección donde entre otros poetas editaron a Carmen Bruna, Eduardo D’Anna, Patricia Coto, Alberto Luis Ponzo, María Barrientos, Santiago Bao y Alejandro Schmidt. ¿Qué rememoramos? Y sin olvidarnos de “Sr. Neón”.

–“Stevenson” fue un proyecto ambicioso: especializada en poesía cuando comenzaban a instalarse en Buenos Aires las grandes cadenas, donde la librería dejaba de ser un espacio de encuentro y referencia y el librero, un lector avezado. Intentamos resistir pero desde el punto de vista de la comercialización de los libros, era imposible competir: o nos resignábamos a vender otro tipo de material o cerrábamos, y bueno, tomamos la determinación de cerrarla. Aún hoy hay gente que la recuerda, con su luz de neón azul atravesando el frente negro, las paredes de ladrillo, los muebles rojos, el secreter que oficiaba de caja… Convivían lo nuevo y lo antiguo. “Poesía en Stevenson”, que presentábamos los sábados, ofreció un despliegue de voces, sin pertenencia a grupos o estilos, y eso me parece hoy una marca interesante, cuando veo las fotos que sacó nuestro querido amigo en común, el poeta y fotógrafo Daniel Grad. No siempre ocurre, a veces se invita a leer a los amigos, a los que simplemente nos gustan o se parecen a nosotros en el modo de escribir. No hicimos eso, apostamos a la diversidad. Idéntico criterio sostuvimos con la editorial “Libros del Empedrado”: pluralismo. Fue una colección cuidada, en el sentido de no forzar publicaciones; se trataba de estar atentos a un reconocimiento: distinguir un poemario que pudiese ser incluido. Que haya títulos de Alberto Luis Ponzo y Carmen Bruna, entre tantos otros, me gratifica. Me preguntás qué rememoramos, y en ese plural nos incluimos porque vos fuiste parte de esa historia, publicaste en la editorial e integrabas la redacción de Neón, como la llamábamos. Años de amistad y poesía. Hace poco, en el programa de radio “Luna Enlozada” (de la Asociación de Poetas Argentinos), cuando me preguntaron qué extrañaba de aquella época, respondí que el primer contacto con cada “manuscrito”, la sorpresa de ese encuentro. Es una instancia inefable, saber que una está entre los primeros lectores de un libro. Lo hago extensivo a un poema, o cualquier texto que alguien escribe como literatura. Procuro manejarme con precaución y respeto cuando sucede. Sé por experiencia personal lo que significa convocar a otro para que nos lea. Lo excepcional de esa tarea que, sin embargo, se me presentaba cotidiana, hoy la evoco con nostalgia. Hay cosas que sólo es posible sopesarlas en su acertada dimensión, con el paso del tiempo. Realizamos tres “Antologías del Empedrado” durante los años 1996, 1997 y 1999, en las que se sumaron numerosos poetas y cuyas presentaciones disfrutamos en Stevenson, con música de jazz, y lecturas. Algunos de los escritores que participaron en ellas, fueron Liliana Aguilar, Wenceslao Maldonado, Silvia Mazar, D.R. Mourelle, Anahí Lazzaroni, Diego Muzzio, Susana Szwarc, Rolando Revagliatti, Melina Brufman, Eduardo Mileo, Norma Mazzei, Carlos Paz, Daniela Bogado. “Sr. Neón” surgió del proyecto editorial del que formaba parte. Con su formato libro, ilustraciones, tapas color, dibujos de los niños de la familia y fundamentalmente, un humor, como suele decirse, irreverente. Allí sí, participábamos de un modo descontracturado, se comentaban libros, se publicaban poemas, cuentos y artículos, había espacio para difundir otras iniciativas literarias. Eran características unas viñetas enmarcadas donde se contaban anécdotas, situaciones a veces hilarantes que nos ocurrían, como recibir cartas dirigidas al Sr. Stevenson… Fue lo más lejano a una revista literaria convencional, por eso algunos lectores no sabían en qué lugar ubicarla, y hasta les resultaba incómoda. Nunca exenta de ironía, crítica y propuestas. Si uno se detiene en alguno de sus números, topa con la inquietud a los escritores sobre qué es escribir, en un intento de abrir el interrogante desde lo personal a lo colectivo, por ejemplo. O la propuesta concreta de canje de libros de poesía, donde se les instaba a los escritores a que trajeran cinco ejemplares de sus libros y se llevaran cinco de otros autores, en un claro intento de intercambio y circulación de ediciones en un ámbito propicio para su visibilidad. Neón fue acompañando el trabajo editorial y de la librería y de los escritores que participaban.

–Es mientras ya “Stevenson”, en aquellos años de exterminador neoliberalismo, cerraba sus puertas, cuando comenzás tu formación en psicoanálisis. ¿Por qué andariveles, Alejandra?

–A mediados de los ochenta comencé un análisis de orientación lacaniana, una experiencia que significó un giro copernicano para la joven mujer que yo era y que se extendió muchos años. Ya a fines de los noventa, por invitación de la que era mi analista, asistí a un seminario sobre el seminario “Aun” de Jacques Lacan, y a partir de allí se abrió una época fecunda de estudio en distintas instituciones, que duró más de una década y que propició nuevos modos de acercamiento a la poesía.

–Además de aspirar a que me cuentes porqué desestimaron la edición del ensayo sobre Virus –habiendo tantas propuestas electrónicas ávidas de colaboradores que aporten en dicho género-, y retornando a “Hopper”, qué discernís, casi cuatro lustros después, respecto del vínculo entre palabra y poesía, entre poesía e imagen, e incluso instalándonos en “Ciudad demolida”, mirada tuya sobre una determinada ciudad, sobre la fantasmática de una incontenida-incontenible demolición (y sus-y-tus fotografías).

–Fue un ensayo de juventud, teníamos veinticinco años. El proyecto no fue desestimado, surgieron otros y como suele decirse, se durmió. Llegó a leerlo uno de los integrantes de Virus, pero ciertas circunstancias (viajes, trabajo) nos fueron alejando de la posibilidad de una edición. Es cierto, actualmente hay muchas propuestas electrónicas, pero el libro pertenece a otro momento, quizás con una revisión adecuada, hoy podría encontrar su lugar. “Hopper” fue para mí el ingreso a un nuevo estilo de aprehender lo poético. Hasta ese momento, la imagen no había tenido tanta presencia en mis poemas. Yo iba de la palabra a la poesía, hacía esa torsión del lenguaje, por decirlo de un modo “a lo Lacan”. En muchos de mis primeros poemas resuenan otras voces: las de la infancia, las de las mujeres de mi familia, una memoria evocada casi con melancolía. Hay, inicialmente, un yo lírico muy apalabrado. El encuentro con la obra pictórica de Hopper fue abrir la palabra a lo que la mirada recogía, entonces la búsqueda fue totalmente diferente. Transformar en palabra poética esa conmoción de la mirada. Me encontré con el cuadro “Nighthawks” en un bar de la ciudad de Mar del Plata, donde pasé los veranos por más de cuarenta años… Fue como suele decirse, un amor a primera vista. Esos personajes, al borde de la noche, noctámbulos de una ciudad dormida, acodados en la barra de un bar…A partir de esa primera visión, lo que vino después, fue seguir mirando sus pinturas y escribir. Es un poemario diseñado, con un criterio de “doble” traducción: por un lado, entre los títulos originales en inglés, y su versión en español y por otro, de la pintura al poema. Como decía en esa entrevista de Rubén Arribas que mencionás, es un libro que redunda todo el tiempo. Resultaron muy interesantes los comentarios de aquellos que leyeron el libro y me los transmitieron: en general, provocó ir hacia el encuentro de las pinturas, es decir, propició una reunión. También me sentí identificada con la estética despojada de la paleta de Hopper. Siempre se dice que sus cuadros representan la soledad urbana. Ciudades pujantes que, sin embargo, albergan almas solitarias. Él era un hombre metódico que también veraneaba siempre en un mismo lugar -Cape Cod-, escenario de muchas de sus pinturas. Su obra es de una gran intensidad poética. Necesité hacer ese pasaje, traer esas imágenes a este lugar del lenguaje. Claro, que mirar es también una operación de la lengua. Hace poco estuvo en cartel en Buenos Aires la obra teatral “Red” de John Logan. Recrea desde la ficción el encuentro del artista plástico Mark Rothko con su joven asistente. Transcurre en su estudio. Una de sus mejores escenas es cuando ambos gritan simultáneamente en el medio de una discusión qué es el rojo para cada uno. Podríamos decir que son sólo palabras: el amanecer, la sangre que brota de las venas, Papá Noel, ¡Satanás! Una tras otra, arrojadas para obtener la esencia de un color. A mí me conmueve que para algunas pocas personas, Hopper primero fue el nombre de un libro, que hayan ido desde el poema a la pintura, en ese planteo inverso de encuentro poético que va de la letra al pincel, por decirlo de algún modo. En “Ciudad demolida” el trabajo fue distinto: es un poemario concebido a partir de viejas fotos. La imagen es un punto de partida de cada poema, pero -como bien decís- se interpone lo fantasmático, te diría que ocupa el centro. Cuando me encontré con esas fotografías, también en un verano marplatense, lo que me impresionó fue que en la ciudad en la que yo habitualmente comenzaba cada año de mi vida desde la infancia, había otra, escondida desde la oscuridad que toda demolición impone. Lo más impactante es que fue esplendorosa -arquitectónicamente hablando-y arrasada para dar paso a una construcción desordenada. Y sin embargo, persiste. Hay rastros, en las calles, objetos diseminados en los museos. Su historia alberga muchos datos curiosos, por ejemplo, la araña del comedor del majestuoso Hotel Bristol, sigue alumbrando en la Catedral de la ciudad. La que amó Alfonsina Storni. Existe una hermosa foto suya conservada donde se la puede ver caminando por la vieja rambla de madera. Entonces, la imagen aquí fue un acercamiento para poder desplegar poéticamente algunos fragmentos de esas escenas perdidas. Ese fue mi objetivo estético.

–¿Nos quedan por allí unos “Restos de poda”? Y los otros dos poemarios. ¿Qué abordan, o rodean, o atraviesan? Completemos: ¿por dónde te está buscando la poesía?

–Sí… “Restos de poda” es un poemario introspectivo, un regreso a la intimidad de la letra: la pura evocación desde la palabra poética de una memoria ligada a las emociones. Trabajé con esos recuerdos de infancia que tienen una insistencia en mi historia. Tuve una niñez rodeada de mujeres y el libro intenta dar permanencia a algunas de sus voces. “Seca palabra” reúne dos series de poemas muy diferentes: una con una impronta también más intimista, femenina. La otra surgida, nuevamente, a partir de una pintura: “La Dama de Shalott” de John William Waterhouse y su entrecruzamiento con el poema de Alfred Tennyson. En la actualidad estoy trabajando un poemario surgido como desprendimiento del diario que escribí durante los dos años posteriores a la muerte de mi padre. Poemas, prosa poética que oscila entre la elegía y el duelo. Su título es “Aflicción”.

–Acaso fue en 2012 cuando me sorprendiste obsequiándome por mi cumpleaños, un magnífico volumen de 570 páginas: “Cartas a los Jonquières” de Julio Cortázar (esto es: cartas de Julio Cortázar al poeta y pintor Eduardo Jonquières y a su esposa María, entre 1950 y 1983). Fue después de devorármelo que te lo presté. ¿Qué te pareció? Y como sé de tu interés por lo epistolar, confesional, testimonial, te invito a que nos trasmitas cuáles libros recordás más y cuáles autores recomendarías a nuestros lectores.

–Como bien sabés, me gusta muchísimo el género epistolar. Las cartas de Cortázar a sus amigos los Jonquières me resultaron un muestrario muy valioso, especialmente de los primeros años en París, el aporte de esos detalles cotidianos que un amigo le acerca a otro que está lejos y que sostienen el lazo a pesar de la distancia. Hablás de “devorártelo”: así es, este “Cortázar epistolar” resulta también un narrador extraordinario. Otro libro del género que recomendaría y que me llegó directo de tu biblioteca, es “Aquí y ahora”, la correspondencia que mantuvieron mi siempre ponderado Paul Auster y J.M. Coetzee: es un intercambio distinto porque son las cartas de dos escritores afamados y profesionales que deciden escribirse después de haberse conocido personalmente. Y otra correspondencia que disfruté muchísimo fue la que mantuvieron Victoria Ocampo y el escritor y monje trapense Thomas Merton, titulada “Fragmentos de unregalo”, que también contiene sus artículos y reseñas publicados en la revista “Sur”. Una amistad de la que nada sabía. Admiro profundamente a Victoria Ocampo desde mi adolescencia, y hace unos años comencé una lectura de los escritos de T. Merton quese extendió mucho tiempo. Descubrir que eran amigos y que había un testimonio de esa amistad me dio una gran alegría. Ahora estoy leyendo la correspondencia de Alejandra Pizarnik, recientemente editada.

–Imagino que pocos deben saber que alguna vez, Adolfo Bioy Casares, expresó en una charla pública en Uruguay: “Finalizo las correcciones cuando no encuentro algo que me hace tropezar o que me da un sobresalto en la página que he escrito. Cuando ya no hay rimas, cuando no me sale toda en octosílabos o endecasílabos. Cuando las palabras que terminan con ese no son seguidas de otra que tiene ese. La ese es una serpiente en el jardín del poeta. (…) Bueno, cuando las cacofonías no están demasiado presentes, cuando he dicho lo que tenía que decir. (…) Hay que leer buenos escritores y tratar de no leer malos escritores. Cuando uno lee un mal escritor piensa que puede escribir igual que ese mal escritor. Cuando uno lee unbuen escritor uno ve –equivocadamente- que puede escribir igual, y eso estimula.” En tu caso, Alejandra, finalizás las correcciones cuando… Y lo que quieras añadir respecto de los buenos y los malos escritores.

–Coincido plenamente con lo expresado por Adolfo Bioy Casares: una corrección termina cuando se llega a cierta extenuación de la lectura. Cuando ya no se advierten obstáculos. Pero la mirada cambia, y a veces, basta con volver a leer un texto después de un tiempo más o menos prolongado para encontrarlos de nuevo. Corregir es leer en estado de alerta. J.L.Borges consideraba la publicación como un freno a esa “lectura del tropiezo”, por llamarla de algún modo. El buen escritor es ante todo un buen lector, el que puede hacer uso de una competencia de lectura (al modo de Umberto Eco) que le permita un trabajo sin ingenuidades con respecto a su obra. No hay camino allanado para el que escribe bien. Para mí, el mal escritor es el escritor ingenuo. El enamorado de sus propias palabras, el que sucumbe a ellas como al canto de las sirenas: el que “no se amarra”.

–Más de una vez rememoré que lo que “me conquistó” de vos en el ámbito grupal de estudio donde nos conocimos, en la tercera o cuarta reunión, fue cuando descubrí que no obstante tu juventud, estabas interiorizada –y podías “seguirme el tren”- del cine argentino anterior al tecnicolor, el de Luis César Amadori, Mario Sóffici, Mecha Ortiz, Zully Moreno y sus “teléfonos blancos”, María Duval, “La pequeña señora de Pérez”, “Dios se lo pague”, Luis Sandrini, los guionistas Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, Beatriz Taibo, “Mateo” y Enrique Santos Discépolo y Luis Arata, el primer Alfredo Alcón con Tita Merello… Quede para el final, Alejandra, tu opinión sobre el cine argentino que hayas alcanzado a ver en los últimos… ¿quince años?…

–(Risas) Sí, ¡recuerdo tus preguntas y tu asombro frente a mis respuestas! El cine y el teatro nacional me gustaron desde chica. Conservo los programas de muchas de las obras teatrales y películas que vi en mi adolescencia. Mi opinión es que he visto muy buenas películas argentinas en ese período de tiempo que citás: además de los films de los reconocidos directores como Juan José Campanella, Pablo Trapero, Adrián Caetano, el tempranamente desaparecido Fabián Bielinsky, hubo un grupo interesante de “ópera prima” de calidad. “Plan B”, de Marco Berger,es una que destacaría. O “XXY” de Lucía Puenzo. Y películas intimistas, pequeñas historias, muy bien contadas; pienso en “Un amor “de Paula Hernández o en las películas de Daniel Burman, como “El abrazo partido” .

–Desde este año estás participando en el Taller de Poesía de APOA en el Hospital de Salud Mental “Doctor Braulio Moyano”, en el sector de Terapia a Corto Plazo. Te he escuchado y visto en http://apoaenelmoyano.blogspot.com. ¿Te explayarías sobre tu compromiso allí?

–Daniel Grad coordina el “Taller de Poesía en el Hospital Moyano” desde hace más de siete años. Generosamente abre el espacio para que otros poetas -o gente relacionada con la expresión artística- podamos compartir la tarea de acercar la poesía a personas que están atravesando una situación límite de padecimiento psíquico.Pronto se cumplirá mi primer año de acompañamiento: ha sido una experiencia enriquecedora en todo sentido. Poder pensar los alcances de la palabra poética en los momentos en que nuestra palabra, la que nos habita, no alcanza para sostenernos. Muchas veces con Daniel hemos reflexionado sobre la permanencia de esos efectos luminosos que la poesía brinda en la mayor parte de los encuentros. ¿Perdurarán? ¿Dejarán huella? Lo importante es que el taller ofrezca otro modo de “dejarse hablar” y abra la posibilidad a una escritura creativa, que a veces es compartida con los terapeutas y la familia, dando lugar a las pacientes a mostrarse en otra producción. Estamos organizando para 2015 el “taller después del hospital”, con encuentros mensuales con quienes hayan participado y quieran continuar con la tarea de leer y escribir.

PLAZA WASHINGTON, por Alicia Gallegos

 

Las respuestas siempre aparecen solas. Quien  cree en lo mágico podrá decir que aparecen mágicamente, algunos creemos en el azar.

En realidad lo azaroso  a veces no lo es tan  y las respuestas se presentan cuando uno anda transitando mundos cercanos o relacionados a la pregunta que acontece.

Quedarse quieto es una opción cuando la respuesta está en uno mismo, pero como saberlo .

Intentar una caminata, un paseo al estilo de Robert Walser , pero reemplazando las calles por libros , páginas , párrafos o líneas . Un bosque a recorrer puede ser el  de lo escrito  acerca de lo escrito.

Después de leer Plaza Washington me estuvo rondando una palabra: transgénero .

Necesitaba una palabra para definir al libro(Aun habiendo leído la ficha , donde en el espacio destinado al género dice : Poesía).

Necesitaba definirlo o etiquetarlo compulsivamente, como si ese acto fuese una llave que me permitiera abrir otra puerta.

Ahora bien,  la palabra transgénero remite inmediatamente a otras áreas  :

«Transgénero  es un término general que se aplica a una variedad de individuos, conductas y grupos que suponen tendencias que se diferencian de las identidades de género binarias que normalmente, aunque no siempre, son asignados al nacer, y del rol que tradicionalmente tiene la sociedad. …»

Ya he visto alguna vez el uso de la palabra transgénero en el discurso literario referido a géneros literarios  y observé que más que nada direcciona a confusiones y polémicas  que desenfocan las cuestiones que se quieren abordar. No era entonces la palabra que buscaba.

Me perturbaba sin embargo el tema del género literario porque pienso que Plaza Washington no es un libro de poesía, aunque también pienso que lo es .

Viendo, escuchando el programa de televisión  Nombres de Letras conducido por Irene Chikiar Bauer ( en Canal á – Cultura ) enfoco mi atención  cuando Irene ,refiriéndose a un libro de Selva Almada , dice que «trasciende las fronteras de los géneros literarios» . Era eso lo que yo estaba buscando.

Plaza Washington nos cuenta un pasaje, un encadenado de   acontecimientos que no percibo  como ubicables fácilmente en un periodo real de tiempo. Lo que sucede podría medirse como  breve o  casi eterno  pero “eso” depende de ciertas circunstancias inesperadas como por ejemplo mi respiración durante la lectura o ciertas construcciones que la autora pone en acción: páginas donde el espacio en blanco  magnifica  líneas o versos  haciendo posible ese milagro alquímico que resulta al transformar en gigante algo que se presenta como pequeño.

Lo que sucede es distinto para quien lo relata, para quienes lo personificaron y será distinto para cada uno de quienes sean testigos-lectores. La magia de los espacios en blanco no puede ni debe explicarse, como tampoco debe explicarse la poesía a través de la literalidad.

¿Es Plaza Washington  un poema largo distribuido a lo largo de  cincuenta páginas ? ¿Es un relato devenido poema?

Encontramos una pista , en la tercera portadilla dice : Plaza Washington (diarios 2007-2009) Alejandra Pultrone.

A veces quien escribe un Diario, tal vez secreto , deja huellas .Aunque no esté firmado podemos suponer quién , dónde y cuándo lo escribió . Hay una terminología que nos atraviesa, está relacionada a quien somos o a aquello que  hacemos y se desliza como sin querer en el discurso. En los Diarios  se pueden  observar estas señales y en este libro la señal  es el decir en poesía. Quién haya escrito estos diarios es poeta, las “anotaciones” son registro poético.

Dicen que los “pasajes” deben ser transitados sin mirar atrás. Es una orden bíblica. Lo que nadie nos dice es qué hacer con lo que tenemos por delante, qué hacer cuando “La vida abrasa”.

 Entre esto y aquello, Washington Square ,el disco de The Village Stompers  suena otra vez tan ligado a la existencia de Pultrone como si hubieran sido concebidos en el mismo instante.

“ Pidamos.

Qué resuenen tus pasos en la escalera, al caer la tarde.”

 

Nota :
“La vida abrasa”.

“ Pidamos.

Qué resuenen tus pasos en la escalera, al caer la tarde.”

pertenecen  a  Plaza  Washington 

Plaza Washington o el registro poético de la vida, por Marcos Bertorello en Outsider

Entre la poesía y el relato hay una relación tensa, en el sentido de una paradoja de la escritura literaria que nunca termina de resolverse del todo. Me explico: en cualquier relato hay puntos de intensidad poética que parecen salirse de la referencialidad propia de la anécdota y viceversa: cualquier poema parece sostenerse en el aquí y ahora de una situación narrativa. Doy dos ejemplos canónicos: en Ruinas Circulares de Borges, en sus primeras líneas, el narrador dice, fango sagrado. Y uno podría decir casi sin titubear que en esa precisa adjetivación (que en algún sentido podría ser un oxímoron), se cifra el punto más intenso de la anécdota del cuento entero. El otro ejemplo, el primer poema de Trilce de César Vallejo. En un aluvión certero de intensos versos que parecen escaparle todo el tiempo a la referencialidad propia del lenguaje, aquí y allá, como si se tratara de distraídas bollas deícticas, aparecen puntos en los que el lector, por momentos, cree saber dónde está parado: Quien hace tanta bulla y ni deja (…) Un poco más de consideración (…) En la línea mortal del equilibrio.

Alejandra Pultrone, en su poemario Plaza Washington, parece darle una nueva vuelta de tuerca a esta paradoja. Desde el título y la dedicatoria, los versos del libro se cifran en un acontecimiento íntimo que le da valor a todo el libro: la enfermedad y muerte del padre de la autora. Y a partir de esta circunstancia singular, las entradas del libro basculan entre dos tonos: el registro discreto del acontecimiento (al modo de un diario íntimo) y la escritura cada vez más contenida e intensa de pensamientos poéticos que buscan un registro diferente del mismo acontecimiento. En el primer tono, por ejemplo, Pultrone, escribe:Llego del sanatorio y suena el teléfono / No quiero atender / No quiero saber / escucho la voz suave de mamá / Papá ha muerto. Y en el segundo, No hay sosiego en la herida / como en aquel sueño de la aguja y el hilo azul. O un poco más adelante: Sin poemas. / No hay fuego sagrado / El fuego de artificio apenas arde. / ¿Y la pasión literaria?/ Bien, gracias.

Tal vez el punto más interesante del libro sea el modo en el que la autora resuelve la tensión entre estos dos tonos y de este modo, además, aporta una interesante reflexión sobre el conflicto entre la escritura literaria y la vida. A medida que el libro avanza, la escritura se va angostando hasta llegar a lacónicos versos que viven solitarios en la página en blanco. En ese punto, la muerte como experiencia límite de la vida, parece erigirse, además, como un límite hacia la literatura misma. No piense, dijo ella. / Sin embargo, no hago otra cosa que pensar. / Necesita otra voz para narrar, agregó. / Es que no hay ficción, dije.

Y sobre el final, enmarcadas en la desolación de la hoja en blanco, aparecen dos versos que pueden ser la cara y ceca del pensamiento poético del libro en su conjunto: ese punto inefable en el que la vida se escapa a cualquier tipo de poetización. Descansa la elegía / La vida abrasa.

¿Podés contar cómo fue el proceso de escritura, teniendo en cuenta que el libro tiene una clara pista autobiográfica?

 

Es cierto, el libro tiene una pista autobiográfica, pero es una obra literaria: es decir, hubo una intencionalidad, una decisión de expresar poéticamente una experiencia de vida. Una tarea literaria. Es bueno aclararlo, no es una catarsis. Escribo un diario desde la infancia, y al releer los cuadernos escritos con posterioridad a la muerte de mi padre, me di cuenta que podía hacer desde allí, un pasaje hacia la literatura. De todos modos, el libro es polifónico porque está atravesado por varios discursos, no solo el de mis diarios sino también por el del psicoanálisis, por alusiones críticas a la literatura o a una forma de transitarla… Hay versos desprendidos de poemas de mi primer libro, La cuerda del silencio. Por todo esto, yo lo leo como un libro coral.

Mi escritura poética tiende a la concentración del sentido, y en Plaza Washington intenté llevar esa posibilidad a un cierto límite propio, ya que es un libro que casi no tiene adjetivación. Atravesar un duelo es una experiencia de devastación, no hay adornos, ni colores. El duelo es un mar inacabado donde no se divisan orillas. La monotonía de la desolación. Es un libro sustantivo. Un largo poema.

 

¿Qué relación tienen para vos la muerte, la poesía y la ficción?

 

Te diría que esa relación es de intimidad, de pertenencia. La poesía puede quizás definirse simplemente como un modo de mirar y estar entre las cosas y entre los otros. Como diría Pizarnik, «una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo». Así es la mirada poética. La muerte puede ser lo que nos acecha, lo inexorable que nos espera, o puede ser también una experiencia de la palabra, y allí nos acercamos a la ficción… Siempre que escribimos, hemos destruido la «verdadera experiencia».

 

¿Autores que te hayan acompañado o que hayan sido referentes, y por qué?

 

Creo que cuando leemos desde chicos y llegamos a una edad de madurez como la mía actualmente, algunos autores nos acompañan en una parte del recorrido y otros son una compañía permanente. Pizarnik me ha acompañado siempre. También Octavio Paz. Victoria Ocampo. Juana Bignozzi me acompaña desde hace años. Thomas Merton. Y Auster, siempre Auster. Son algunos de los compañeros de ruta que podría mencionar.

 

¿Cómo ves el campo poético en la Argentina?

 

Si hablamos de «campo poético», nos situamos en algún lugar de observación. Y desde ahí inevitablemente haremos un recorte. Creo que siempre que intentamos dar cuenta de ese campo, explicarlo, buscarle características, solo vemos una parcela. Nuestro país es enorme, y hay mucha gente que escribe poesía. Si el campo se lo define por los que se mueven en ser publicados, en participar de ciclos y festivales, concursos, diría que no veo nada nuevo, nada que no se vio hace veinte, veinticinco años. con más tecnología, claro. Mi primer libro se publicó hace ya casi 30 años.

Hay mucha gente que escribe poesía y no participa de los eventos y las publicaciones literarias de moda. Entonces, el campo, siempre se define por cierto canon. Como se construye ese canon, es tema extenso.

La poesía como experiencia de lectura en la Argentina, es endogámica. Los escritores de poesía buscan, generalmente, que sus lectores sean poetas. Las lecturas que se valoran son las de los pares. Lo pienso como una gran limitación. El «famoso campo» acorde a la época, es fragmentado y casi virtual. Todos los fragmentos creen ser el Todo. Hay mucha exhibición, eso sí. Autorreferencialidad. Muchos «likes».

Pero de allí a que haya lectores… Como se dice habitualmente: hay una gran distancia.

Una distancia para indagar.

 

OUTSIDER

Alejandra Pultrone

Nació en Buenos Aires en 1964. Es licenciada en Letras. Co-dirigió con el escritor D.R.Mourelle el sello editorial de poesía Libros del Empedrado. 

 

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