Saigón

Mercedes Alvarez

 

 

 

Buenos Aires - 2014

152 páginas / 14 x 20

ISBN 978-987-3760-08-2

Se está solo porque Saigón no es una casa

porque no se corresponde la bondad

con el sordo clamor de los actos

se está solo, querido mío,

como estamos los dos solos en un retazo de tiempo

qué enorme vanidad – o a veces, qué alivio –

que no nos acompañemos.

O la temporalidad no existe

o viajaremos en el remanso del río

o la casa fortificará los espíritus

y luego la destruiremos

para levantarla en seis días.

Se está solo porque Saigón es solo un nombre

una tierra prometida

seis letras que se lleva el viento.

Se está solo porque Saigón puede ser

también

 

un refugio.

El claustro de la carne, por J.S. de Montfort

 

 

 

La carne es

una manera de rellenar el aire

de

romper

poner un dique contra la luz

para detener qué

Mercedes Álvarez

La trayectoria literaria de Mercedes Álvarez (Tandil, Buenos Aires, 1979) parece que, en los últimos años, viniera a decantarse por su versión poética. Después de un libro de relatos (Vecinos, 2010), una novela corta (Historia de un ladrón, 2010) y un libro de poemas (Imitación de los pájaros, 2013), su última entrega literaria es, también, un libro de poesía:Saigón, que edita Zindo & Gafuri, quienes ya editaron su anterior libro de versos. Si aquel se caracterizaba por “secuestrar del material narrativo apenas el detalle, la idea, el gesto, el tono, y disponerlo poemáticamente, verso a verso”, esto es, se dedicaba en su primer libro de poesía Mercedes Álvarez a un proceso de despiece y demolición de la tradición latina, en lo que respecta a la moralidad del carácter (había, pues, en aquellos poemas una destacada retórica de la ética y la rectitud, en virtud del consejo), en Saigón la escritora argentina vira hacia la materialidad inescapable del cuerpo e indaga en la espiritualidad de la carne. Se entiende aquí el alma como una prótesis del cuerpo (un equipaje mínimo para la vida) y el espacio en liza son los aledaños del yo.

 

Ahí está la guerra: en ese claustro de átomos.

 

El intelecto, la razón, propenden a la naturalidad esencial en estos poemas (lo cual no obsta para que las ideas de la mente sometan a la poeta a ciertas travesuras). Y esas sustancias elementales (fuego, aire, tierra, agua) son los pivotes fundamentales de este libro, y aquellos a los que la palabra desea refrendar, aunque no siempre lo consiga (pues también, a veces, la palabra no se aviene a las órdenes de la razón y desoye al cuerpo, traicionándolo).

 

Se constata en los poemas de Saigón una especie de naturaleza en pleno proceso de mortificación: un compás de espera. Y es que el yo poético se reencarna en la oscuridad del interior del cuerpo, que guerrea por desperfeccionarse y le gustaría hibernar, tomarse un descanso: librarse del fuego interno que lo asola. “Por favor aire”, grita la autora en uno de los poemas. Una estrategia que se utiliza con tino para evidenciar esa reyerta es la inversión de la lógica esperada (y esperable). Escribe Mercedes Álvarez, por ejemplo: “Mientras la mente responda al impulso de las manos”, o “lleva décadas / hacer que los ojos respondan”.

 

Aquí se entiende el cuerpo en tanto que “carruaje invisible”, en tanto que origen y destino, y la carne como una barrera infranqueable (ahora, pero no antes, en el pasado; dicen unos de los versos: “Hubo un tiempo en que sabía / cómo derribar los muros”). Y Álvarez procede en el diseño estructural por aféresis, pero no en tanto que recurso poético, sino como procedimiento médico. Dicho de otra manera: del torrente de su sangre poética rescata solo lo que le resulta útil en un lento proceso de punción del cuerpo, y esto trae como resultado algunos poemas dispersos que son una especie de calambres musculares (en un puro sentido sintáctico), que se van repartiendo a lo largo del poemario y en los que la autora da cuenta de perdidas batallas del pasado (con otros cuerpos, pero también con el suyo propio). Vítreas son las palabras con las que se refieren estas hostilidades. Y se ha de remarcar este hecho en tanto que suponen esas palabras (el vencimiento del rubor que la autora confiesa que le producen las palabras) una sincera confesión.

 

Una rara victoria póstuma, pues.

 

Una lectura posible del título del libro, Saigón (ciudad a la que se le dedica un poema-prólogo, y un título que recuerda vagamente a la obra primeriza de Pedro Casariego Córdoba) es la de un lugar emblemático para la guerra que, finalmente liberado, ostenta una simbología no solo de pacificación, independencia y ausencia de conflicto, sino de tierra prometida, de espacio en el que hipotéticamente se podría revelar la verdad sobre la armonía entre el cuerpo y el alma. Un lugar que existía, pero ya dejó de existir, como afirma la propia autora. Y es, en ese sentido, un espacio inhabitable, de paso, circunstancial: un no-lugar.

 

Por último me gustaría destacar una dicotomía que se produce en el libro y es aquella que enfrenta al decir con el hacer. Según se colige del poemario, la poética de Álvarez es aquella que no encuentra vergüenza en el hacer, pero sí en el decir. Esto es, la autora se permite el placer, pero no el regocijo, la nostalgia o su corolario: la pena. Quizá es porque en la pura bestialidad del acto no interviene ningún sentimiento o razón humanas. De ahí ese incidir en las inversiones (que obtienen su reflejo en las diferentes impurezas, cicatrices y disfunciones del cuerpo) que se producen en la poética de estos versos, y que no son capaces de escuchar la voz de la divinidad, esa que habría de serenar el conflicto entre lo que se desea y lo que una cree que desea, pero a la que se apela y busca.

 

 J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado, entre otros, El viaje sin retorno. Una historia de emigración en el siglo XX bajo la mirada de John BergerSobre la poética de Luis Rodríguez: la subjetividad como interferencia. El hundimiento‘Yo soy Espartaco’: memorias de un rodaje difícil (y de una época convulsa) y La novela de la no-ideología. David Becerra y la literatura del capitalismo avanzado. Este es su blog.

La poética de los nudos ardientes Luis Thonis

La poética de los nudos ardientes

Saigón, de Mercedes Álvarez

La estructura de los poemas de Saigón es elíptica y afín al salmo. No son de súplica o de alabanza como los de David sino de destrucción–creación, y como en él cada nudo ardiente se resuelve en un principio de ironía.

Mercedes Álvarez.

Mercedes Álvarez.

Saigón es un libro de poemas que no se lee sin efectos de espejismos, ondulaciones, golpes y contragolpes. Seis letras como seis días de una creación–destrucción.
Esto no tiene que ver con la autenticidad a lo Heidegger sino con la ley que constituye al sujeto como hablante en un nudo ardiente siempre a punto de disolverse y en cada poema deja la huella de una forma sujeto. La ley no se reduce a prohibir y permitir: en su caso responde a un principio de ironía.

En los poemas de Mercedes Álvarez es la claridad la que es oscura. El poema es la guerra de David contra Goliat.1 Y una guerra del gusto coexiste con ella: la belleza es inseparable de los placeres pero también puede llevar a lo peor cuando quiere completarse a sí misma.

Las voces de Saigón se deslizan suave o abruptamente, unas resuenan en las otras; ese nombre puede evocar muchas sinonimias pero ante todo es un nombre sepultado, que evoca desde su inexistencia a la soledad: “Se está solo porque Saigón es sólo un nombre/ una tierra prometida/ seis letras que se lleva el viento/ Se está solo porque Saigón/ puede ser/ también/ un refugio.”

Geográfica, histórica y políticamente Saigón no existe más: es el poema el que crea, bautiza, da vida a un nombre muerto y sanciona esto como un refugio muy ambiguo. No hay una respuesta, sólo una ondulación, un contragolpe, diría Marina Tsvetáyeva cuando habla de las pinturas de Natalia Goncharova: “La obra me golpea y yo respondo: correspondo. O bien ante la respuesta de la obra hago una pregunta. Siempre hay un duelo, un combate, una batalla, una interacción. La obra plantea un enigma. Y bien es azul–es puro–es salado, ¿dónde está el misterio? Bajo el pincel la respuesta. La respuesta o la búsqueda de la respuesta, un tercer elemento, nuevo, entre el mar y yo”.

Tampoco es un eco del grito–espectáculo donde todo lo que no provoca la risa del idiota no existe y neutraliza cualquier efecto intenso de lenguaje que obraría sin nudos ardientes.

La poética de Mercedes Álvarez no está en su novela, sus cuentos, sus poemas o sus ensayos que van configurando un continuo entre el cuerpo y el lenguaje, que no hay que leer como la acción de los textos sobre la lengua. Es todo eso simultáneamente pero que no se entrega de una sola vez. La estructura de los poemas de Saigón es elíptica y afín al salmo. No son de súplica o de alabanza como los de David sino de destrucción–creación, y como en él cada nudo ardiente se resuelve en un principio de ironía.

No son aptos para turistas de la existencia.2 Dios está lejos, algunos dicen que murió sin haber encontrado su cuerpo si lo piensan de modo antropomórfico, pero el lenguaje está al alcance de las manos. A veces sólo atrapa el aire y la resonancia de los nombres que no son la autora pero por los que pasan las voces. Uno de ellos es María de Magdala:

Todas las noches del año soy otra
me vuelvo la mater dolorosa
o espero al ángel de la anunciación con cautela
a veces empuño la espada
(la misma de San Pedro, sí)
a veces me vuelvo la que transita
la calle vacía a media luz
(a ella le decían María Magdalena)
a mí me miran:
nadie levanta la primera piedra.
Cada noche soy otra
soy la madre deambulando en las sombras
rastrillando la noche con su peine de oro
me hundo en la miseria de los barrios más bajos
dos o tres luces muertas
y resucito al amanecer
para que me iluminen
para que me vean otra
para que me amen viva.
En otro poema también acusa una marca semejante:
Di de comer a las palomas
y saludé a los vecinos
cargando mis pertenencias
como Cristo la cruz.
Hubo sí
las tormentas
las vueltas del huracán
el calor de locos del verano
pero me aferré
y no desesperé
hice de mi cruz un gozo
mis brazos se volvieron acero.
Me enterraron
con mi caja de cobre.

Citado fragmentariamente, este poema es un nudo ardiente que en su remate final dice “siempre supe/ que el alma/ estaba pegada al cuerpo”.

Cualquiera diría que se trata en esta afinidad al salmo de poesía religiosa, pero su lazo es la relación de lo increado y lo divino con toda criatura que si se deja de lado transforma a la religión en culto y en rito. Mercedes Álvarez puede escribir ensayos de corte libertino y cómico trasladando las Tres personas de la trinidad a las relaciones de tres en la cama. Uno, dos, tres… siempre retorna a uno, a la identidad del grupo, pero cada uno en sí mismo está dividido por la no conjunción del nombre y el cuerpo, por pegada que esté el alma, y multiplica las identidades en los poemas.

Saigón, la retirada.

Saigón, la retirada.

Los padres de la Iglesia dicen: Las creaciones están hechas de la nada y lo que es de Dios es increado. Por lo tanto, el Logos es de la esencia del Dios Padre, es increado. El Espíritu Santo es de Dios Padre, es increado. ¿La Doxa–gloria es de Dios? Entonces es increada. ¿La Jaris–Gracia es de Dios o no? Si es de Dios, es increada. Éstos son los predicados más fundamentales del pensamiento patrístico. Por lo tanto, lo increado no es simplemente aquello que no tiene origen o procedencia. Si uno lo toma en aspecto filosófico, si algo tiene causa, entonces debe ser creación, porque únicamente el Dios es sin causa. El Ángel de la gloria que veían los Profetas en el Antiguo Testamento era increado y no se iconiza (pinta, representa), porque no hay similitud entre increado y creado. Pero el Logos se iconiza después de la encarnación.

No tiene una escalera de Jacob para un cuerpo a cuerpo con el Ángel de Dios sino una de las escaleras de carromato, como en las novelas de Onetti, citado en el ensayo “El tres o el número maldito”. En pleno paganismo posmoderno y su interminable fiesta depresiva toma a la Trinidad y la vertiente erótica del catolicismo para volver a esa nada de donde surgen todas las creaciones de un logos y que Duns Escoto teorizó como infinitum actu. Los tres no son ni nunca pueden hacer uno y ahí se generan las historias que no logran constituir un nudo ardiente. El divertimento sexual tampoco escapa a una lectura a quien el verbo la separa de lo mundano al mismo tiempo que juega su parte en él como si el número tres no fuera parte de la serie. Un entre dos intenso como sucede en el amor ya supone un tercero que hace las veces de una ley —contractual o no— entre ambos. Hay otras combinatorias sexuales posibles, pero que un grupo no haga uno tiende más a diluirse que dar lugar a un nudo ardiente. Por más que las teorías posmodernas se multipliquen para eludir la trama freudiana —el padre de la horda asesinado que tiene todas las mujeres, incesto, edipo, el falocentrismo— mediante construcciones del género no pueden evitar la maldición de ser sujetos hablantes y de enunciación. Poco importa si son dobles u originales, si están formateados por el espectáculo y son impotentes ante el retorno inevitable de los nudos de origen. Toda la ironía que recorre a su estilo está en el añadido que hace a la cita de Onetti: “En una relación amorosa hay siempre por lo menos uno que es sordo. Generalmente los dos”. Concluye entonces: “O en este caso, los tres”. Alguien dijo alguna vez que las novelas de Onetti eran demasiado lentas. No podía escuchar.

La poética de Mercedes Álvarez no está en su novela, sus cuentos, sus poemas o sus ensayos que van configurando un continuo entre el cuerpo y el lenguaje, que no hay que leer como la acción de los textos sobre la lengua. Es todo eso simultáneamente pero que no se entrega de una sola vez.

De poco vale evaluar —cualesquiera que sean las calificaciones— a lo que escribe pasando por alto su oído y dejando impensado el lenguaje que es el punto de partida para “corresponder” a una obra, según Tsvetáyeva.

Un nombre que puede ser Saigón o cualquier otro, que acusa recibo de los golpes y contragolpea desde otra escena sin alienarse a ella. Las mascaritas ya no miran al pasar y pasado el festejo los sujetos vuelven a ponerse las máscaras. Detrás de la máscara no hay nada, salvo lo que uno cree; el poema no es una máscara sino una forma sujeto. Es como si la violencia transformada en fiesta se hubiera apaciguado por falta de lazo, amortizado, para reaparecer en formas cada vez más grotescas y uno de sus contragolpes fuera el muñeco de goma de uno de sus relatos, en una trama capturada por una estructura de dobles de dobles donde aparece como “elemento tercero” y no humano sin resolver la perpetua tensión entre el nombre y el cuerpo que no pueden ser enunciados al mismo tiempo, aunque toda una literatura se empeñe en ese débil simulacro.

“Grow a Lover” es un relato punzante y da una pauta de esta poética. Su ironía es tan aguda que se deja leer con un raro encanto. Este relato tiene el mismo humor irónico que sus poemas sálmicos. Es que el muñeco no es el producto sustitutivo de una historia anterior de amor fallida. Es en sí mismo “literatura” en tanto efecto de un deseo intenso que excede lo humano. Álvarez capta algo en una zona de exclusión–transmisión colonizada por la estructura de dobles de dobles. El sujeto contemporáneo, Fulano o Mengano, parece existir pero ni bien tiene que asumir su palabra se extravía como si desconociera la muerte y el duelo. Es un doble de la iglesia del espectáculo, que bautiza las identidades como si se tratara de una compañía de seguros contra la muerte. El muñeco es una suerte de réplica y de refutación a eso: habla y se sostiene en su discurso. En primer término es un artículo barato adquirido por casualidad en un negocio de objetos eróticos. A menudo demonizado, el mercado no es sino un conjunto de informaciones sobre los precios, pero también puede ser “amor” por el modo en que fue creado el objeto, que en este caso es un muñeco inflable que da lugar a sexo y pasión. Una risa. Ni bien es activado comienza a crecer, habla y se declara ateo y seguidor de Nietzsche. Otra risa más. No es al principio un doble de alguien y se vuelve más tratable, deseable que la figura mítica del Amado. Tal la ardiente ironía.

Su existencia está hecha de lecturas que hizo la autora, es la encarnación de las mismas que traen consigo fantasías nunca realizadas en la infancia y que ahora están al alcance de la mano.

A diferencia del doble de Dostoievski y sus sucesores, que se obstinan en demostrarle al original que ellos son el primero de la serie y condenan todo lo que hace, “Grow a Lover” no se inscribe en ninguna hasta que decide “conocer la vida” negando la que está viviendo: “Grow a Lover empezó a frecuentar los prostíbulos, los clubes swinger, los cines porno, lugares donde todos los hombres tenían un pene y hacían uso de él. Volvía borracho a las cinco de la mañana, lamentándose de su suerte. Muchas veces lo oía llorar desde su bañadera”.

Tampoco él puede escapar a la captura festiva–depresiva del espectáculo aun sin conocerlo, y en esto reside lo genial del relato. Abandona la fiesta personal y se extravía en las imágenes y las identidades compulsivas.

Al principio es un exterior que no se mete con el ser del otro y, sin invadirlo, se convierte en un amante más que considerable que no demanda nada. Parece poder disfrutar y jugar sexualmente sin preguntar por la existencia del Otro, término que alude a todo lo que nos es ajeno.

El muñeco no tiene origen, es efecto de una reproducción en serie que la palabra vuelve singular. Le permite a la narradora jugar con las fantasías eróticas hasta cierto punto: se niega a representar la del fauno y la campesina tal vez temiendo que ella quiere feminizarlo, pero accede a la de la sirena y el pescador:

Visto que no pudimos concretar mi fantasía del fauno y la campesina, le sugerí a Grow a Lover algo que resultaba muy adecuado a su condición en medio de ese calor infernal: buscar el cauce del arroyo y representar otra escena que también tenía su encanto: la de la sirena y el pescador. A Grow a Lover le divirtió la idea, porque le parecía mucho más fácil vestirse de pescador que de fauno, y también porque durante esas visitas al campo el sol lo encogía un par de centímetros, de manera que le venía bien tirarse un rato al agua.

Hasta la hilarante comicidad del relato es extra–dobles. Es el amante ideal, y que no pueda penetrarla pasa a segundo plano. El muñeco que se resiste a feminizarse comienza a humanizarse, deja de leer tentado por la Sociedad, el mundo, comienza a culpabilizarse por no tener pene y a entrar en la incapacidad neurótica, ese Otro que no existe lo intriga cada vez más. La narradora trata de decirle que es ilusoria esa frontera pero resulta inútil una vez que ha oído el canto de las sirenas. La belleza surge, nace a través de los placeres mutuos, tiene más que ver con ellos que con la “forma” humana, demasiado humana. La belleza no se encuentra en lo bello del mismo modo que Nietzsche decía que la juventud no se encuentra en lo joven. Se inventa a cada instante una historia sin libreto previo. Y se resiste hasta cierto punto. El muñeco, cuando las cosas “marchan sospechosamente bien”, decide comenzar a vivir como pagando una deuda con una madre que nunca tuvo y la narradora tiene que asumir ese papel muy a pesar suyo… También él, pese a ser de goma, pide ser maternizado y va en busca de otro que no existe, como insiste en hacerlo la misma humanidad, y se va desinflando de él mismo de a poco y se vuelve un ser indefinido como un adolescente.

Los mundos de “Grow a Lover” —una Troya del deseo— y Saigón no pueden ser más distintos pero responden a la misma poética: si el partenaire no existe se lo inventa desde la nada de una soledad que reaparece y nunca está sola porque la literatura le da un lugar tercero. “Tuvimos/ una pareja perfecta/ de una tarde entera/ Todo matrimonio/ debería durar/ un solo día”, escribió en Imitación de los pájaros, su libro anterior.

El placer de un día transforma una institución para toda la vida en una forma de las bellas artes. Lo caracteriza una serie de sentencias y una conclusión irónica final. Una ironía contenida que no cesa cuando escribe su propio epitafio o cuando en Saigón adopta un aire confesional.

 Vietnam, 1968. Foto © AP Photo/ARVN, Nguyen Ngoc Hanh.

Vietnam, 1968. Foto © AP Photo/ARVN, Nguyen Ngoc Hanh.

En estos viajes la única agenda es la invención. El alma y el cuerpo forman una unidad pero las palabras inevitablemente los dividen. El amor y la poesía dan forma al cuerpo sin formatearlo. El sujeto del poema hace eco en el origen como si las edades coexistieran y se repitieran las primeras cadencias de una lengua desconocida que se aprende sobre la marcha con preguntas que no tienen una respuesta: “Me ruboricé/ la primera vez que me dijeron/ al oído/ Y he seguido/ rubor tras rubor/ año tras año/ sin historia/ sin que jamás un acto/ me hiciera ruborizar/ Conozco el rubor de las palabras/ quisiera saber/ cuál es el de los actos”.

Saigón es el lugar de un refugio paradojal: esa guerra que se perdió en el momento en que fue ganada funciona como una metáfora que, desde otra perspectiva, Alberto Laiseca transformó en narración contando el reverso de la historia.3 Tienen un punto en común: el género humano es crédulo de entidades que no existen y por ellas es capaz de invertir millones de muertos, como sucede con la raza en el nazismo o la sociedad perfecta en el comunismo, y que lo igualan solamente en los campos de exterminio y de trabajo.

Álvarez se muestra desamorada de las épicas utopistas y de la organización del entusiasmo que suponen. Lo carnavalesco en clave vanguardista había dejado en exclusión un pequeño bloque totalitario que reaparece y se fue exasperando hasta convertirse en una lengua correctamente política en vía hacia la razón de Estado, omitiendo esos duelos fugaces, los primeros miedos —hasta el de pronunciar el nombre de De Chirico— que abundan en Saigón y florecen en una tierra de nadie. Hoy el populismo retro–neo–pop trata de sustituirlo invocando a los gritos un amo que ya no existe.

El carnaval se descubre velorio cuando se revela que sin lazo no hay sexualidad. Cuando no hay lazo no hay ley, hay violencia, hay angustia y el poema los asume: estos elementos serán combinados de modos imprevisibles y recorren todo Saigón. Los cuerpos están cargados de violencia narcisista cuya clave está en el doble que es una imagen y no un cuerpo. Se trata de encontrar otro cuerpo y pasar a través de él en su misma división, atrapar lo bello desde el placer. Esos nombres perdidos —Saigón, Troya— pueden significar el viaje hacia un antidestino por los nudos ardientes de una poética. También puede serlo una calle cualquiera, incluso reptando donde sea: “Arrastrándome estiré/ las manos /que sólo tocaron aire”.

“Conozco el rubor de las palabras/ quisiera saber/ cuál es/ el de los actos”, escribe. Saigón es un refugio donde hay una interrogación sobre los actos que podría tener como divisa Nemo me impune lacessit: nada me hiere en vano. No hay una línea Maginot que pueda delimitar la frontera. La belleza —estética, artística— puede funcionar como un acto violento que le prueba al otro su insuficiencia. Saigón llama a Troya en los nombres de este libro. Si la frontera entre actos y palabras estuviese establecida para siempre la cuestión sería simple: las palabras en ocasiones funcionan como actos que carecen de rubor y hay actos que solicitan una trinchera de ocasión. A veces dejan un ramo de tulipanes amarillos en las manos. Saigón es un refugio y Troya es ya la destrucción consumada y valen como dos invocaciones que ritman los poemas: “O la temporalidad no existe o viajaremos en el remanso del río/ o la casa fortificará los espíritus/ y luego la destruiremos”.

La creación bíblica tuvo lugar en siete días, y en el último Dios descansó. El séptimo, el del ocio y la lectura, es un exterior a los otros donde todo puede crearse o destruirse según la lectura que se haga. La violencia es parte de la vida, tiene la misma raíz griega, bios; la sociedad la condena pero al mismo tiempo no sólo la alimenta sino que le encuentra coartadas negándola primero y luego proyectándola para que el poder la concentre y se aproveche. El poema hace otro trabajo con ella. Hay formas de hacer violencia a la violencia que tienen como objeto separarla de la vida: esta pacificación no es deseable si ahoga el deseo, aparece como pulsión de muerte. La violencia es un llamado a una ley que no se manifiesta y es elaborada por el principio de ironía al que las funciones canónicas de la ley de permitir y de prohibir —o fingir hacerlo— no le resultan suficientes.

En el principio fue la vida, la violencia y el verbo que la nombra para dividirla y dividirse. Estas inflexiones de voces condensan historias de vidas que dejan la huella de una voz. Si el tercero es falso es imposible querer que alguien sancione qué es lo verdadero y ponga un límite. El temor a la confrontación produce una violencia mayor y bien concreta cuando la ley es la suma de los clichés recibidos. Dice un poema: “Me ahogo en el encierro de mi hogar/ no sé qué hacer con las almenas/ porque no puedo treparme a ellas”. Y es el colmo de un paroxismo escrito con un humor calmo.

El comienzo y el final se tocan y es el vínculo mismo que crea el poema retroactiva y prospectivamente, y concibe a la vida y la poesía como antidestino: “Nunca se sabe/ si llegaremos a destino/ la carta encontrará el rumbo”.

Las notas, los matices, son acordes que cuentan en un lenguaje que no va a codificarse en una lengua, sea vanguardista, populista, etcétera, sino en un viaje al origen: la violencia creadora descubre o bien que no existe tal origen o que es múltiple. Es la vibración misma del lenguaje. No se trata de una relación transparente con el otro que puede adoptar distintas formas sino que hay un núcleo de violencia necesario para que se transmita el mismo vínculo que puede leerse como una réplica ante los que alientan un sujeto e incluso una comunidad sin lazo, sin anclaje en la lengua a base de promesas que son sustituidas por invocaciones en el deslumbrante poema “Arderá Troya”.

El comienzo y el final se tocan y es el vínculo mismo que crea el poema retroactiva y prospectivamente, y concibe a la vida y la poesía como antidestino: “Nunca se sabe/ si llegaremos a destino/ la carta encontrará el rumbo”. En el entre dos de la partida y la llegada se juega la carta del antidestino cuyas líneas no responden al pasado y su nostalgia, sino a una actualización de lo arcaico. El tener oído se ha vuelto un privilegio dada la sorda colonización de la que ha sido objeto.

El libro traza una carta de caracteres, uno de los cuales es el nombre propio donde resuena la propia historia: no se sabe en qué playa ni en qué identidad, puerto o costa se puede terminar, y la autora parece a cada momento conjurar la fantasía de irse del mismo lenguaje que sabe que la esperará para cobrarse el haber ignorado que constituye una falta. La poesía no puede transformar la falta en plenitud sino situarse en la trama de enunciados indecidibles y fronterizos que tejen el nudo ardiente de una ley que no se confunde con sus predicados, la vida como diferencia máxima no es ajena a ellos.

No es el caso de definir de una vez esta poética pero hay dos vertientes que insisten: una es la de los poemas que son irreductibles y coexisten con los ensayos o reflexiones —siempre arriesgados y polémicos— y otra la de las preguntas de origen, “infantiles” como el cierre de otro poema: “Díganme, ¿es necesario acercar la mano al fuego?” Un contraste que en otros se hace más notorio:

Estoy envilecida
ensanchada de odio
cuando me levanto y pienso
¿de verdad dije
ayer noche
eso que dije?

Son voces de la criatura en relación con lo increado. El nudo ardiente sería su unidad dividida: el poema nunca habrá terminado. El continuo excede a la propia autora. Esas dos vertientes no tienen la mediación de la adolescencia, país de los síntomas, donde la Sociedad insiste en espejarse —no escucharse—, imitando a los adolescentes que no pueden encontrar su lugar que ha sido colonizado previamente por los adultos. La sociedad tradicional le daba al adolescente una ley ya hecha —autoritarismo—, la actual lo imita, le hace suponer que tiene una verdad, privándolo de la interacción con el adulto que lo iguala, lo sustituye y se entra en un círculo de violencia sin salida como si fuera depositario de una ley que no asume. El poema final hace transitar un pasado clásico a un presente devastado: “Arderá Troya y arderemos nosotros/ arderá el brillo en la espada/ y con nosotros los barcos/ los muertos en las esquinas/ el caballo quedará en llamas/ esperando la tarde/ el viento desparramando cenizas/ y el atardecer pacificando/ a los vivos/ y a los muertos”.

¿Sobrevive todavía un aidos con el que los griegos evocaban la diosa que transmitía ciertos valores desde la misma guerra —modestia, pudor, dignidad— luego de las carnicerías humanas para que se aprendiera algo de ellas? Freud dijo a propósito de la guerra que hay que aprender a hacer uso de la decepción: la pulsión del saber supone aceptar el posible fracaso que hay en todo saber, comenzando por el saber del cuerpo. Esto resiste a la organización de los sucesivos entusiasmos. Es el poema el que hace el cuerpo y no el cuerpo el que “expresa” el poema. El amor o el arte pueden darle una forma sujeto. Cada ardor es un nudo que entre los encuentros y desencuentros, las tardes de dichas fugaces va construyendo su refugio y frontera.

Vietnam, 1968. AP Photo/Eddie Adams.

Vietnam, 1968. AP Photo/Eddie Adams.

En un poema posterior a Saigón la catástrofe simbólica que recorre a toda la sociedad está concentrada en unas pocas líneas: “Recuerdo/ que mi tía decía/ voy a operarme los párpados/ para estar más bella/ pero no lo hizo porque/ antes que el deseo de ser bella/ le llegó el deseo/ de morir/ No es paradójico que al saltar por la ventana/ la muerte le dejara/ el rostro intacto”.

Un poema enmudece a la trama narcisista de la sociedad donde los cuerpos demasiado completos quieren completarse todavía más, de pronto son asaltados por una violencia ciega. Ese deseo le llegó, tal vez por un viaje que no fue hecho.

Saigón responde: “Sin pensar demasiado/ fue que corté mis mejillas/ con el alfanje que conseguí/ ya no sé dónde/ tallé/ las futuras escaras/ es más fácil quererme ahora/ pienso/ quién no ama/ las cicatrices ajenas”.

A cada escara una escora: solamente a través de la división consigo mismo se puede llegar al otro sin confundirlo con el Otro que no existe y es finalmente Nadie, y al que se le suelen poner todas las fichas.

De Saigón a Troya una luz cenital: hay un viaje y una odisea de las voces en el lenguaje. Miedos, traumas, fobias de tener un virus extraño y al mismo tiempo de ser invadido por lo extranjero. Un viaje para que la violencia no sea una huida hacia adelante a la caza de un origen puro y que retorna sobre uno mismo y se aloja como un reptil en el cuerpo que demanda el peor de los amos.

Poesía hoy escribe cualquiera, pero yo tengo sed aun si vivo en el agua, dijo un pez que por boca no muere. ®

Notas

1 El poema es el combate de David contra Goliat que quiere la semiotización total de la sociedad. No quiere saber que todo lo que pertenece al orden simbólico es ya una partición. El poema es un “particidio”. Pero el peor enemigo del poema es la poetización que lo vuelve objeto de culto y un fetiche sin voz. Lo que pasa por belleza son formas semiotizadas y estetizadas por la sociedad que excluye la partición y privilegia el reparto para anular la partición. Todo el mundo va a espejarse en ellas masivamente. El amor a la poesía ahoga al poema y la risa del idiota el humor. El poema es una transformación que abre una escucha y hace de nosotros una forma sujeto específica donde es el ritmo el que funda la tensión entre identidad–alteridad y no al revés. Mallarmé habla de la Odisea moderna: la odisea está en la voz, no en lo monumental y sobredimensionado, como observa Pierre Meschonnic en Crisis del signo. Algunos recorren el mundo nada más que para mantener la oposición académica entre lirismo y epopeya, entre arte figurativo y abstracto, el realismo ante el barroco, el lenguaje coloquial ante el poético y a la palabra como asesinato de la cosa. No hay tales oposiciones sino relaciones complejas.
Para algunos el viaje es simplemente turismo, para otros una odisea de la escucha. El turista de la existencia es aquel que no ha partido nunca aun si vive viajando para no partir nunca. Una huida hacia lo semiótico para eludir el poema… dicen amar a la Poesía pero hay amores que matan.

2 “Los turistas de la existencia detestan estos llamados bíblicos. Uno los comprende. En Glorias, la partida es dura. Hay un cierto David, uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, erigido en una posición límite: uno siente pasar por él el miedo, la fricción, el espasmo, el pánico, el sufrimiento hasta en los huesos; lo ves incansablemente en las luchas con la mentira, la corrupción y el fraude. Él tiene su música, su convicción, sus plegarias secretas, su murmullo, día y noche, asimismo si está curvado, inclinado, podrido, las tripas quemadas. No tiene más fuerzas, su corazón late demasiado rápido, va a volverse sordo, mudo, ciego mientras que sus enemigos se agrandan. El tumulto lo rodea, chapotea en la desesperación y el marasmo, pero persiste en cantar a ese Dios que “mantiene a las montañas en su fuerza”. Phillipe Sollers, Glorie de la Biblie.

3 En “El reverso de la historia” hago una lectura de la novela incorrectamente política de Alberto Laiseca, La puerta del viento, porque la versión dominante sobre el tema coincide con el Partido Comunista de Vietnam que era estalinista, y narra cronológicamente la guerra con escenas delirantes que no deforman los hechos y donde todos los autores, desde el izquierdista Olivier Todd hasta The Vietnamese Gulag de Doan Van Toai han sido erradicados, comenzando por los mismos diarios estadounidenses que estaban en contra de la guerra y lucubradores del tipo de Noam Chomsky; tal es así que se comienza por ignorar que la invasión imperialista fue la de Vietnam del Norte sobre el Sur, del mismo modo que en los años cincuenta la Corea comunista atacó sin aviso a la del Sur. Estados Unidos apoyó al Vietnam libre del presidente católico Diem para que la expansión soviética no se extendiera a Camboya y Laos —lo cual finalmente sucedió con sucesivos exterminios—, que comienza con la invasión a Finlandia en 1939 luego del pacto entre Hitler y Stalin. Laiseca dice que está harto del tema pero alguien tiene que decir la verdad: la suya es una versión que se enfrenta a una montaña de mentiras mediáticas que no tienen nada que ver con la historia. Es curioso que hayan aparecido, a cuarenta años de la caída de Saigón, una novela y un libro de poemas que lo evocan. El Saigón de Mercedes Álvarez tiene más que ver con el lenguaje que con la historia. Vietnam es un tema tabú porque a partir de ahí se inicia el paradigma tercermundista que sólo multiplicó los muertos y las hambrunas. “Una guerra se ganará o se perderá de acuerdo con lo que se piense de ella y no según lo que se hace en ella. Se juega más que a medias en la pantalla televisiva que prolonga en las cabezas el campo de batalla. Durante la guerra de Vietnam, las tropas estadounidenses, por muy victoriosas que fuesen a veces sobre el terreno, fracasaban la misma noche en las informaciones audiovisuales. En sentido opuesto, las crueles hazañas de los ejércitos soviéticos en Afganistán apenas se contrapesan: ninguna imagen, ninguna noticia en la URSS, ninguna protesta en el mundo”, escribió André Gluksmann en La fuerza del vértigo.
La historia oficial sobre Vietnam es la mejor prueba de que los revisionismos intentan construir un discurso basado en una ley unívoca, transformando las peores dictaduras y masacres como las que hizo Ho Chi Minh, transformando las guerras civiles que inició el comunismo de guerra en modelos de liberación nacional, como si los survientamitas fueran extraterrestres. También ahí hubo poesía, la poesía de la estética estanilista de las exaltaciones del Líder: En la cultura de Vietnam del Norte el estanilismo se notaba en la poesía del censor oficial Nihan Van: “Viva Ho Chi Minh/ el faro del proletariado/ Viva Stalin/ el gran árbol eterno/ que abriga la paz sobre su sombra/ Matad, matad, todavía que la mano no se detenga un minuto”… y luego de otras frases remata: “adoremos al presidente Mao/ rindamos culto eterno a Stalin”. En la ofensiva del Tet contra la antigua ciudad imperial de Hue los norvietnamitas destruyeron la ciudad modernizada y la emprendieron contra los civiles aparentemente para causar terror en la población; esas masacres superan todas las atribuidas a los norteamericanos y alcanzan a curas vietnamitas, médicos alemanes, gente enterrada viva —se puede ver en un video sobre la guerra del History Channel—, el calvario de los boat people y detenidos de los que jamás se supo nada. Pero la prensa tomó hechos aislados y convirtió a los norvietnamitas en ángeles liberadores. Nunca se sabrán muchas cosas porque los dirigentes vietnamitas no se presentaron a los tribunales de Helsinsky que iban a juzgar los crímenes de guerra, como lo hizo Estados Unidos que sí juzgó y encarceló a acusados de violar derechos humanos. En suma: unos tres millones de muertos que falta confirmar —porque los norvietnamitas no abrieron los archivos—, que incluyen unos cien mil ejecutados en las propias purgas para volver luego de la hambruna causada por imitar la política maoísta en la agricultura del “gran salto hacia adelante” y que dejó millones de muertos; el capitalismo sin libertad de prensa ni instituciones libres como, por ejemplo, en Corea del Sur. Con la llegada de los reformistas en 1988 se cerraron los campos de concentración pero Vietnam sigue siendo una dictadura de partido único, en lo que culminan los comunismos de guerra. Es uno de los países que más crecen hoy y está asociado a la Alianza Transpacífica —donde el comercio tiene cero aranceles y es la alternativa actual ante el populismo latinoamericano, hijo directo de los tercermundismos—, integrada por Australia, Canadá, Estados Unidos, Japón, Singapur y Nueva Zelanda, entre otros países. Hay una abrumadora épica de “los pueblos oprimidos” de los pedantes sin pena que mete en una misma bolsa al capitalismo, la democracia y el imperialismo —siempre yanqui u occidental— que encubre las peores dictaduras: ayer a las del comunismo y hoy a los nazislamitas que no violan derechos humanos. El totalitarismo —el dominio de todas las formas de vida por parte del Estado— supone una negación y una destrucción previa de la historia por parte de las culturas. También ha habido una catástrofe simbólica en la lectura de la historia.

Breve apunte, por Flor Codagnone


Breve apunte 

Vos sabés que, como la lluvia y la peste,

siempre que hubo guerra tuvo que parar.

Acho Estol

Si Saigón fuera un lugar –digo: un lugar real, no una ciudad, no el nombre que damos a aquello que llamamos ciudades–, tal vez podría ser un libro de poesía, con su río de versos, con sus rascacielos de estrofas, con su guerrilla de palabras.

En efecto, Saigón es un poemario escrito por Mercedes Álvarez ( Zindo & Gafuri, 2014) y es también una ciudad o varias ciudades que se atraviesan en muletas o heridos o reptando o ya muertos.  «En cada ciudad que visité », comienza el yo poético para concluir «Arderá Troya y arderemos nosotros». Porque Saigón también es eso: una ciudad caída, como Troya, como Sodoma y Gomorra, como Irak, todas las «capitales saqueadas» –los cuerpos saqueados– que aparecen entre estas páginas.

Si hay una caída, en Saigón también hay un golpe. Una milicia de cuerpos.  De carne que toma otra carne. De sangre, de voces. Y se sabe: la guerra también funciona como refugio y en las heridas hay vida. Mejor lo afirma el yo poético: «Se está solo porque Saigón puede ser / también / un refugio» o «No sabía que la guerra / era un carruaje invisible. / Las heridas por las que muera / irán de adentro hacia afuera».

La voz poética de Saigón es, entonces, una herida profundamente femenina. Hay algo en su decir que no podría haber sido dicho por las distintas masculinidades. Se trata de una voz atravesada y que atraviesa distintos femeninos: María Magdalena, Cenincienta, Santa Clara… Porque si hay ciudades y hay golpes y hay caídas también hay un sentido religioso, el que puede tejerse en la metáfora, en el silencio de Dios o en el sexo.

Flor Codagnone

Mercedes Alvarez

Nació en Tandil, en 1979. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato “Grow a lover”. 

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