Buenos Aires - 2018
180 páginas, 21 x 14
ISBN: 978-987-3760-88-1
Selección y traducción
Aníbal Cristobo
Patricio Grinberg
Poema de amor
Tenemos muchísimos fósforos en casa.
Siempre los tenemos a mano.
En este momento nuestra marca favorita es Ohio Blue Tip,
aunque antes preferíamos las Diamond.
Eso fue antes de descubrir los Ohio Blue Tip.
Tienen paquetes perfectos,
cajas duras en azul claro y oscuro y etiquetas blancas
con palabras grabadas con forma de megáfono,
como para decirle más alto al mundo
“Acá está el fósforo más hermoso del mundo,
sus cuatro centímetros de pino suave coronados
por una cabeza rojo oscuro, tan sobria y furiosa
y decidida siempre a estallar,
y encender, quizás, el cigarrillo de la mujer que amás,
por primera vez, y ya nada nunca
vuelve a ser igual. Todo eso te vamos a dar».
Eso es lo que me diste, yo
soy el cigarrillo y vos el fósforo o yo
el fósforo y vos el cigarrillo, quemándonos
con besos que arden hacia el cielo.
Por amor a una caja de fósforos, Prólogo por Edgardo Dobry
Supongamos que uno abre este libro por “Poema de amor” (página 133) y se encuentra con una celebración de una marca de fósforos,
las Ohio Blue Tip, de sus “paquetes perfectos,/ cajas duras en azul claro y oscuro y etiquetas blancas/ con palabras grabadas en forma de
megáfono…”. En los últimos versos, los besos de los amantes se comparan con el cigarrillo al que el fósforo enciende. La misma llama ilumina la serie en la que este poema podría insertarse: por ejemplo, la de aquella que proclama la ya casi imposibilidad de escribir un poema de amor, como W.H. Auden en su “poema no escrito”, “Dichtung und Wahrheit”, una serie de fragmentos que dan vueltas en torno del poema sin conseguir escribirlo. O podríamos derivarlo, quizás mejor, del
ready made duchampiano: si lo primero que te asalta la vista es una caja de fósforos, tu poema será sobre una caja de fósforos. En verdad, entre Duchamp y Padgett está William Carlos Williams, entre otras cosas por la famosa consigna de que en el poema, si hay ideas, deben residir en las cosas. Quizás siguiendo esta pista nos acercamos a lo que
parece ser el antecedente más verosímil de “Poema de amor”: las cajas Brillo, que Andy Warhol expuso en el MoMa en 1964. Esas cajas de madera imitan al milímetro los embalajes de cartón que contenían las esponjas jabonosas a la venta en los supermercados. Frente a ellas, Arthur Danto, quien razonó la continuidad del arte después de la muerte del arte, se preguntó: “¿Por qué soy arte yo, la caja Brillo de
Warhol, cuando mi gemelo indiscernible de los supermercados no lo es?”. Danto se responde que no es la apariencia lo que distingue a una de otra sino el significado: la caja Brillo de Warhol forma parte del “mundo del arte”; las de esponjas jabonosas, del consumo.
En esa senda, la caja de fósforos Ohio Blue Tip del poema de Padgett, que desplaza una inclinación anterior (“antes preferíamos las Diamond”, dice, y es en ese sencillo plural donde se hace consistente todo un mundo doméstico), se sustrae, en su doble afirmación, a la insignificancia de la caja de fósforos sobre la góndola del supermercado. En realidad, “Love Poem” es un poema de amor a una caja de fósforos
o, mejor dicho, a su logotipo. Las “palabras grabadas (lettered) en forma de megáfono” no anuncian consignas políticas ni la inminencia de una revolución: proclaman la propia marca de los fósforos, así como las cajas Brillo de Warhol celebraban el diseño hecho en 1959 por un creativo publicitario llamado James Harvey.
La publicidad, heraldo indestructible del capitalismo, tiene, desde su nacimiento, un estrecho vínculo con la poesía. Vínculo, sin embargo, no siempre bien avenido, por un doble motivo: ambas parten de una misma inventiva. Roman Jakobson, uno de los grandes humanistas que, teniendo en mente el abundante tesoro de la literatura europea, hizo la sustancial parte final de su carrera en Estados Unidos, puso como ejemplo de la “función poética del lenguaje” el eslogan de una campaña presidencial, la de Ike Eisenhower. ¿Por qué un hombre que podía citar poemas enteros en siete lenguas prefirió el lema “I like Ike”? ¿Es que
Jakobson, en el umbral de los años sesenta, se había vuelto pop como Warhol? (En “El verso”, Padgett recuerda una canción que cantaba su abuelo, pero solo retiene una única línea de toda la letra, “como si el resto de la canción/ no hiciera falta”: como el anuncio publicitario, solo es imprescindible lo sustancial: quedarse con la marca). Por otra parte, el poeta de raíz simbolista, aristócrata del espíritu –el que más sufre el avance del capitalismo y la horizontalización de las categorías– y último guardián de la espiritualidad en retirada, no podía no detestar esa forma pervertida de la repetición ritual que la publicidad ponía en circulación: la invención de la radio y de la televisión llevarían al paroxismo el carácter iterativo del jingle, que se imprime en el oído como una letanía. En la segunda mitad del siglo XIX, justo cuando la poesía renuncia a sus instrumentos mnemotécnicos (el metro regular, la rima consonante), la publicidad asalta ese espacio liberado en la memoria colectiva.
Pero la poesía americana surge, en buena medida, de otra fuente: no de la línea elegíaca que domina Europa desde principios del siglo XIX -y que se volverá aún más radical como consecuencia de las salvajadas de los totalitarismos del siglo XX– sino de un impulso celebratorio. Está en casi todos los grandes poetas estadounidenses: en Wallace Stevens, en
Marianne Moore, en A.R. Ammons. Está en el modo en que John
Ashbery, en 1957, reseñaba Stanzas in Meditation de Getrude Stein: “El poema es un himno a la posibilidad, una celebración del hecho de que el mundo existe, de que las cosas puedan ocurrir”; palabras que, como señaló recientemente Ben Lerner, valen para la propia poesía de Ashbery. En la veta sencillista de William Carlos Williams es clara la intención celebratoria: se refleja sobre una carretilla roja húmeda de rocío (de la que “tanto depende”) y hasta en el dulce pecado de haberse comido unas ciruelas frescas que su mujer guardaba para otro uso. También está en su obra más extensa y ambiciosa, Paterson:
¿Quién habló de abril?
Algún
ingeniero loco. No hay repetición.
El pasado está muerto.
Sin duda, el “ingeniero loco” es Eliot, americano de nacimiento
y británico vocacional, quien había comenzado su Tierra baldía
declarando –en un verso insólitamente destinado a convertirse en uno de los más famosos del siglo– que “abril es el mes más cruel”. Pero, para Williams, como poeta celebratorio, abril significa primavera, renacimiento, presente puro, esplendor: es el momento en que Kora-Proserpina sale del Infierno (véase Kora in Hell) para que la tierra reverdezca. “El pasado está muerto”: esto es América, donde el tiempo brota desde el futuro. Lo había fundado Whitman en el “Canto a mí mismo”: “El pasado y el presente se borran, los he colmado, los he
agotado,/ Ahora me dispongo a colmar mi parte del futuro”.
Cantar sobre un diapasón distinto del elegíaco es, en Padgett, poética deliberada. En una entrevista con Matthew Burgess dice: “En mi adolescencia me volví melancólico, introspectivo y angustiado, en parte por leer a Sartre, Camus, Rimbaud, Baudelaire y Samuel Beckett” (nótese que la lista solo contiene autores europeos). Sin embargo, agrega, se divertía con los gags de Jerry Lewis y con las revistas de historietas. Ya estudiante de la Universidad de Columbia, en Nueva York, fue Kenneth Koch “quien me enseñó que el lado cómico de las
cosas puede estar presente en el poema”. Cómo ser perfecto contiene numerosos ejemplos, como cuando aconseja: “No deambules por las estaciones murmurando: ‘Todos 9vamos a morir!’” (aquí Padgett parece vengarse de aquellas amargas lecturas de adolescencia, y recuerda a uno de esos neuróticos obsesivos de Woody Allen en grotesca búsqueda de la fe verdadera). El título de esos fragmentos en prosa –y de la presente antología– es una parodia de ese género tan americano del libro de autoayuda, inaugurado en los años 30 por un empresario llamado Dale Carnegie, quien vendió unos treinta millones de ejemplares de su infalible tratado sobre Cómo ganar amigos; título simpático al que inquietaba un subtítulo revelador: … E influir sobre las personas. Padgett, acaso, podría haber subtitulado su Cómo ser perfecto: sin esforzarse demasiado.
Cómico es, estrictamente, aquello que termina mejor de como empieza (en tanto opuesto a lo trágico). En el caso de cierta línea de la poesía estadounidense a la que Padgett pertenece, y que incluye, además de los autores ya mencionados, a Frank O’Hara, esta regla se cumple en el hecho de que el lector está destinado a terminar en una disposición de ánimo mejor de la que tenía antes de abrir el libro. Cómico no es sencillamente lo que da risa, del mismo modo en que no todo el comic busca la hilaridad. Tiene que ver, en este caso, con lo que podríamos denominar frescura o ingenuidad. Ahora bien, una ingenuidad programada, ¿no es algo así como una contradicción en los términos? ¿Como si alguien te dijera: “Hacete el distraído que te quiero sorprender”? Quizás sí; pero ¿si funciona es porque algo en esa forma de percepción plasma el efecto de lo genuino. Puede que haya incluso una retórica de la frescura, en la que solo son admitidos los adjetivos cercanos al pleonasmo, como epítetos creados por el propio idioma; por ejemplo, si hay zapatos deben ser “cómodos”; si hacés actividad, procurá que sea “variada”; si tenés ventanas, intentá “mantenerlas limpias”. Forma parte de la tradición de la poesía estadounidense del siglo XX y por eso vale aquí lo que Edmund Wilson escribía –ya en 1924– acerca de e.e. cummings: “Es irónico (…) pero no cae en el patetismo, la suya no es una ironía trágica” (evidentemente, lo estaba comparando con La tierra baldía, aparecido dos años antes). Y también: “Su estilo es el de un eterno adolescente, tan fresco y a menudo encantador como inexperto e inmaduro”; pero lo que a Wilson le ponía
especialmente nervioso de cummings –el uso caprichoso de la puntuación y de las normas de ortografía, como escribir el pronombre i
en lugar del preceptivo I, o las iniciales del nombre en minúscula– no está presente en Padgett; si, en cambio, cierta “adolescencia eterna”. Este, en todo caso, evita cualquier elemento que sobrecaliente el poema e interrumpa la sensación de que se trata de un apunte del natural –incluso cuando el natural es un pensamiento. Hasta cierto punto, se persigue un ideal de transparencia del lenguaje del todo opuesto a la guerra sin cuartel contra las palabras que una importante corriente vanguardista, surgida con Dadá, persiguió a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días.
Quienes hayan visto Paterson (2016), de Jim Jarmusch –el título es, desde ya, un homenaje a Williams, pero los poemas de la película son de Ron Padgett– recordarán la secuencia, porque es el principio de la historia: el protagonista, un chofer de colectivos (¿será casualidad que Jarmusch haya elegido para ese papel a un actor llamado Driver?) se levanta sin que suene ningún despertador. Este detalle no carece de relevancia: el día empieza, así, con una fluidez que la estridencia de una alarma interruptora del sueño hubiera vuelto imposible, ya que hubiera agregado unas gotas de amargo heroísmo de trabajador esforzado, que en Patersonestá (debe estar) del todo ausente. Sin embargo, apenas son poco más de las seis de la mañana; mientras desayuna cereales en forma de aro agarra lo primero que encuentra encima de la mesa: la caja de fósforos Ohio Blue Tip, “con las palabras grabadas en forma de megáfono”.
Inmediatamente después, al tiempo que camina hacia la central de colectivos y ve cómo el sol empieza a lustrar la parte alta de las fachadas, emprende la redacción mental del poema: “We have plenty of matches in our house…”. Más tarde, durante el almuerzo, lo escribe. Es importante notar que, aunque el personaje se encuentra con el poema apenas se levanta (el objet trouvé no es la caja de fósforos, es el poema que cierta forma de mirarla extrae de ella), nada hay en él de resto onírico: la vida psíquica es tan ajena a esta tesitura poética como los logotipos de las cajas de fósforos lo fueron para André Breton y sus afines; ¿acaso hay que recordar que, al principio del Primer manifiesto surrealista, Breton escribe que “el hombre examina
con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar”? Para los surrealistas, el capitalismo tardío sometía a la humanidad a la tiranía del consumo, que adormece la sensibilidad y nos hace comportarnos como autómatas. ¿Pero qué pasa si, atravesando ese “dolor”, el poeta se deja encantar por un logotipo, como el artista por una caja de esponjas? ¿Debe el poeta, para serlo, estar siempre en contra de la sociedad a la que sin embargo pertenece?
Los surrealistas, como sus buenos abuelos románticos y sus padres simbolistas, reaccionaban frente a un mundo que se había vuelto crecientemente racional, previsible y desencantado. El orbe del inconsciente y su reciente mapeo freudiano les resultaba más atractivo que la vulgaridad exterior. Pero Padgett –una vez más– adhiere a otra línea, que deriva de Emerson y de Whitman: del primero le viene la fe en sí mismo y en sus propias posibilidades como artista, cualquiera
sea la cantidad de generaciones de escritores que lo hayan
precedido. Del segundo, la idea del poeta americano como “hijo de Adán”: aquel que debe nombrar las cosas para que los demás puedan reconocerlas, porque el mundo es tan fresco como la mañana, y vuelve a serlo cada mañana. El hombre, aquí, examina con regocijo los objetos que le han enseñado a utilizar, y les encuentra funciones nuevas, como la de poner en marcha el proceso por el cual un poema llega a escribirse.
La propuesta de Padgett es, hasta cierto punto, una renovación de la consigna horaciana del “ut pictura poesis”. Solo que la referencia ya no está en la naturaleza o en la verosímilrepresentación de las emociones. Imitación de una imitación: las palabras en forma de megáfono inspiran un poema en que el amor cabe en el efímero estallido de un fósforo. El poeta conductor de colectivo de la película de Jarmusch es un hombre razonablemente feliz y hasta indolente: lo contrario de la figura típica del artista atormentado, siempre a un paso de la autoflagelación, de la locura, del suicidio. La poesía de Padgett no niega que la angustia y la inadecuación del poeta en el mundo sean la fuente de grandes obras; pero proponen que la vida más o menos integrada de un señor de clase media pueda también destilar algunos buenos poemas. Incluso algunos grandes poemas. Wallace Stevens, recordémoslo, quizás nunca se subió a un colectivo ni mucho menos para manejarlo; ahora bien, fue ejecutivo de una compañía de seguros y jamás –según los testimonios con los que contamos– abandonó una sola de sus responsabilidades para asistir a un festival de poesía o firmar ejemplares en una feria del libro. Fue un gran aficionado a la literatura francesa pero nunca visitó Francia; a decir verdad, no viajó a Europa en toda su vida. Se dice que una vez, en 1936, se pasó un poco con los cócteles en una fiesta e intentó golpear a Ernest Hemingway, a quien sin embargo admiraba; lo único que consiguió fue caer al suelo por el impulso de su propia torpeza. Por lo visto –como escribe Andreu Jaume– fue “su única salida de tono conocida”. Qué
patetismo tan escaso en la vida de uno de los poetas mayores
del siglo XX. Por cierto, Padgett le rinde homenaje a Stevens en “Trece maneras de mirar un haiku”, evidente parodia de “Trece maneras de mirar un mirlo”, una de las páginas más celebradas de Harmonium, en la que cada fragmento es una breve captura del paisaje, la estación del año y la emoción predominante del momento.
Buena parte de la apuesta de Padgett se juega en la resonancia de esa carencia de patetismo, que es otro modo de nombrar el costado cómico de las cosas. Además de los fósforos Blue Tip está el martillo Estwing con su mango irrompible, un martillo magnífico, “¡uno de los objetos más hermosos del mundo,/ por 24,95!”. También, el Chevy ’75, rojo, con asientos de cuero y espejos retrovisores negros –en este, Padgett parece asumir el riesgo de acercar lo máximo posible el poema a un anuncio clasificado. Hay una celebración de una muy popularmarca de detergente, “Rinso”, que termina con la constatación de que “Los platos/ están relucientes”. La cocina es el corazón de la casa, de esas casitas con jardín tan característicamente estadounidenses, en el interior de cuyo vallado residen buena parte de los poemas de Padgett. En otro de los homenajes de este libro, al I Remember de Joe Brainard (antecedente del Je me souviens de George Pérec), el poeta rememora una escena de infancia, cuando aún no había “oído hablar de la televisión”: un chico juega con un camión de madera sobre la alfombra junto a su perro mientras escucha de fondo –el chico no lo sabe pero el poeta adulto sí– un rumor que es el emblema del estar a salvo de todas las cosas malas que pasan en el mundo: “el sonido de los platos desde la cocina”. Aunque Padgett practica también esa forma breve y trimembre que, de modo un tanto lábil, suele denominarse haiku, se diría que el auténtico espíritu del haiku está en estos fragmentos en prosa guiados por el albur de la memoria.
El ámbito doméstico ofrece, en efecto, un sólido amparo a cambio de exigencias no muy onerosas: con tal de que uno sepa manejarse con los clavos, las pinzas de la ropa, las pequeñas pero decisivas chapuzas que toda casa requiere; por ejemplo, “Solidus” se abre con una compleja pregunta ética y psicológica (“¿Por qué me obligo/ a hacer cosas que en verdad no quiero?”) y se cierra con el no demasiado grave sentimiento de culpa por una procrastinación menor: “tengo/ un vago deseo de arreglar la puerta del ropero”. El yo que habla en los poemas de Padgett no parece ser amigo de los riesgos ni las aventuras; proclama que la vida cotidiana y las librerías ofrecen suficiente materia prima para los versos y los fragmentos en prosa. En este sentido, usa la prosa con cierto espíritu automático, no con la intención de los surrealistas (la de registrar las asociaciones inesperadas e irracionales) sino con la de encadenar las cosas que llaman la atención: una noticia del diario (“Al menos 60.000 personas asistieron a una misa católica al aire libre el lunes para llorar el robo de las manos del ex presidente Juan Perón”); pasajes subrayados en libros sin darles más articulación que el placer de haberlos leído, aunque jugando con el efecto singular que implica leer un fragmento aislado de su contexto; las dificultades para dar con una etimología; una nueva postergación –“Tengo que llamar a Ted Greenwald”-; incluso la enigmática constatación de que una libreta comprada en Kiev tiene un nombre en finés. Todo forma parte de esa predisposición a encontrar lo sublime en cualquier forma de manifestación. Cierto espíritu del Wallace Stevens de Sur Plusiers Beaux Sujects parece sobrevolar estos pasajes.
Nacido en Tulsa (Oklahoma), en 1942, Ron Padgett es canciller de la Academia de Poetas Estadounidenses. A los diecisiete años fundó una revista de literatura junto a Joe Brainard y Dick Gallup, The White Dove Review, a través de la cual estableció contacto con poetas de diversas generaciones, como e. e. cummings (que murió cuando Padgett tenía veinte años), Allen Ginsberg, Robert Creeley, LeRoi Jones y Malcolm Cowley. Ya instalado en el East Village neoyorkino (en la actualidad,
alterna ese domicilio con una casa en Vermont), se convirtió en miembro destacado de la segunda generación de la New York School Poets. Se graduó en la Universidad de Columbia en 1964 y estudió escritura creativa en la Universidad de Wagner con Kay Boyle, Howard Nemerov y Kenneth Koch. En 1964 le fue concedida una Beca Fulbright para estudiar y traducir poesía francesa contemporánea, especialmente a Blaise Cendrars y Guillaume Apollinaire. En 1996 fue galardonado con una beca de la Fundación de Arte Contemporáneo.
Padgett ha publicado más de 30 libros de prosa y poesía, entre los que se destacan Some Things (con Ted Berrigan y Joe Brainard) (1964), Two Stories for Andy Warhol, (1965), Sweet Pea (1971), Light as Air (1988), How to be perfect (2007), How Long(2011, finalista del Premio Pulitzer). En 2013 se publicó Collected Poems, ganador del Premio L.A. Times Book.
Cómo ser perfecto, antología realizada por Aníbal Cristobo y Patricio Grinberg, abarca el entero recorrido poético del autor, desde sus primeros poemas, de los años sesenta, hasta algunos de los más recientes, incluyendo composiciones posteriores a los Collected Poems; en particular, los escritos especialmente para el film Paterson de Jim Jarmusch.
EVERYTHING IS A MYSTERY, by Charles Simic en The New York Review of books, 2008.
1.
Here are two poets who’ve been writing extraordinary poems and who deserve to be better known. Born just a year apart, their work is, however, as different as night and day. Or so it would at first appear. Critics say of Ellen Voigt that she has a “naturalist’s devotion to the physical world” and of Ron Padgett that he is a kind of Pop artist with a passion for comic strips, movies, and other aspects of popular culture. Put this way, the two aesthetics not only sound irreconcilable, they also convey the impression that a poem about a squirrel in a tree will be more authentic than one about a Tom and Jerry cartoon.
Not to my mind. Reading Padgett one realizes that playfulness and lightness of touch are not at odds with seriousness, while reading Voigt one comes to understand that what we think of as reality is the product of both painstaking observation and the imagination. The either-or position, which appeals to those who like to believe that there is only one way to write great poetry, ignores the common experience that in the last two centuries memorable poems have come in many guises. The richness of American poetry eludes the dogmatic critic and the timid reader. It is possible to love both Robert Frost and Kenneth Koch and not be a dunce. To make my claim more persuasive, let me quote a couple of poems I admire, from Padgett and then Voigt.
FIXATION
It’s not that hard to climb up
on a cross and have nails driven
into your hands and feet.
Of course it would hurt, but
if your mind were strong enough
you wouldn’t notice. You
would notice how much farther
you can see up here, how
there’s even a breeze
that cools your leaking blood.
The hills with olive groves fold in
to other hills with roads and huts,
flocks of sheep on a distant rise.
THE HEN
The neck lodged under a stick,
the stick under her foot,
she held the full white breast
with both hands, yanked up and out,
and the head was delivered of the body.
Brain stuck like a lens; the profile
fringed with red feathers.
Deposed, abstracted,
the head lay on the ground like a coin.
But the rest, released into the yard,
language and direction wrung from it,
flapped the insufficient wings
and staggered forward, convulsed, instinctive—
I thought it was sobbing to see it hump the dust,
pulsing out those muddy juices,
as if something deep in the gizzard,
in the sack of soft nuggets,
drove it toward the amputated member.
Even then, watching it litter the ground
with snowy refusals, I knew it was this
that held life, gave life,
and not the head with its hard…
How to Be Perfect
Un colectivo entre la poesía y el deseo, por Diego L. García para Jámpster
Cuenta Ron Padgett (Tulsa, 1942) que una mañana el director Jim Jarmusch lo llamó para pedirle asesoramiento para una película que pensaba rodar vinculada a la poesía. Un año más tarde, según relata en una entrevista hecha por el periodista Peter Bowen, el director le solicitó algunos de sus poemas editados para utilizar en el film. Padgett accedió de inmediato. Días después se encontró imaginando que él mismo era un conductor de colectivos en ese pueblo, Paterson, al que sólo conocía como visitante por su admiración hacia William Carlos Williams. Unas semanas después ya tenía cuatro nuevos poemas escritos.
El libro que acaban de publicar Zindo & Gafuri en Buenos Aires y Kriller 71 en España, traducido por Patricio Grinberg y Aníbal Cristobo, recoge los textos aparecidos en Paterson (2011), la película de Jarmusch, así como también un conjunto representativo de su intenso trayecto poético desde los años 60.
¿Qué encontramos en la obra de Padgett?
En primer lugar se trata de un poeta que no le teme a la realidad. No le teme a la posibilidad de hablar de “realidad” o de “lo real” en torno a la poesía y salir mal parado. No porque Padgett se inscriba en una poética del realismo, sino porque su particular posición sobre lo escribible (¿sobre lo poetizable?) atraviesa esa exploración histórica de la representación. En uno de sus poemas (perteneciente a la colección Alone And Not Alone, 2015) plantea una “Teoría de los Pasos de la Realidad” para desarmar el ascenso y el descenso de las percepciones. El final del poema es maravilloso, el alma se desvanece “en el proceso de llegar a ser” y lo que resta es: “…praderas verdes onduladas, / entrás, pero no estás ahí / y seguís tu instinto, / sin nube, sin pájaro, sin idea”.
Todo lo constitutivo del trayecto espiralado, que ilustra con la estructura del zigurat sumerio, idea, pájaro, nube, panqueque, todo lo que ha nombrado es sobrepuesto por la espontaneidad/libertad del instinto. En esta tensión con lo representable, también aparece como conflicto el propio poema en tanto materia. Porque no sólo se pregunta por las interferencias de lo real en la poesía sino también por la forma textual de esa indagación. En una entrevista que diera en 2014 decía: “El único plan consistente que he tenido es tratar de romper mis patrones, mis hábitos, mis tendencias de escritura. Si empiezo a sonar demasiado como el Ron Padgett que he leído antes, me detengo. No quiero quedar encerrado perpetuamente en un modo o en un nivel de dicción o una veta estilística, lo que se llama una voz poética”.
¿Qué es entonces lo que leemos? Explicar qué es la poesía para Padgett no sería posible, ni elegante usurpar sus indeterminaciones. Sí hay en este libro un texto que me parece una hermosa manera de acercarnos al enfrentamiento de espejos entre eso que está ahí escrito y la idea de que lo que se está haciendo es un poema. Quedará en el lector tirar de este hilo-deseo e ir, a lo largo de Cómo ser perfecto, transitando las calles siempre iguales y siempre diferentes del zigurat. Aquí el poema:
Fantasía Bloqueada
Me gustaría tener una fantasía sexual
con la chica que veo en el gimnasio
esa que ondula
en la máquina aeróbica revelando
la piel suave de su espalda
ensanchándose hacia sus caderas
su pelo recogido
con un broche de carey
y un rubor difuso expandiéndose
desde sus pómulos
hasta sus orejas donde
brillan un par de aros de plata
pero no se me ocurre nada.
Diego L. García
Punto de partida: Un colectivo entre la poesía y el deseo [sobre Cómo ser perfecto de Ron Padgett ]
Jámpster octubre 2018
Ron Padgett: "Aquí estoy todavía, escribiendo", entrevista por Valeria Tentoni
Zindo & Gafuri acaba de publicar Cómo ser perfecto, antología que reúne y selecciona unos sesenta poemas de toda la obra del poeta, ensayista y traductor estadounidense, desde sus primeros libros de los años 60 en tiempos neoyorquinos -con Joe Brainard, Kenneth Koch y Andy Warhol a la redonda- hasta los que compuso especialmente para la película Paterson, por encargo de Jim Jarmusch.
«Voy a ser un poeta», le dijo al cumplir dieciséis años Ron Padgett a su padre. Por esos días también fumaba su primer cigarrillo (tal y como aparece en uno de los versos de Me acuerdo, el clásico fundacional de Joe Brainard que revisitarían plumas como las de Georges Perec, Édouard Levé o Margo Glantz) en lo alto de una colina en Tulsa, Oklahoma. Fue en ese lugar de Estados Unidos donde compartieron aula en primer grado, pero los poetas —parte vital de la segunda generación de la New York School Poets— se hicieron amigos recién mientras cursaban el secundario, cuando sacaron cinco números de una revista literaria en la que consiguieron colaboraciones de tipos como Jack Kerouac, e.e. cummings y Allen Ginsberg.
La leyenda cuenta que todo empezó cuando Padgett le envió una tarjeta de navidad anónima a Brainard elogiando sus obras de arte. “Ron Padgett es un poeta. Siempre ha sido un poeta y siempre será un poeta. No sé cómo es que un poeta se hace poeta. Y no creo que nadie más lo sepa. Es una cosa profunda y misteriosa en el interior de una persona, que no puede ser explicada. Es algo que nadie entiende. Es algo que nadie entenderá jamás. Una vez le pregunté a Ron Padgett cómo vino a suceder que él fuese poeta, y él dijo: ‘No lo sé. Es una cosa profunda y misteriosa en mi interior, que no puede ser explicada”, escribió Brainard en otro libro, algún tiempo después. «Todavía me río cuando lo leo», dice Padgett ahora por correo electrónico, desde Vermont o Nueva York, ciudades entre las que reparte su residencia.
«Mi primer pensamiento fue que quien llamaba se había equivocado de número», leyó en el discurso de aceptación de la Medalla Robert Frost, «no dije lo que realmente pensaba: No merezco esto. No es falsa modestia, porque sí pienso que soy un poeta decente, aunque haya días en que me pregunte qué tan cierto es eso y nunca haya estado del todo seguro de lo que estoy haciendo ni de si vale la pena el esfuerzo. Pero después de todo lo dicho y hecho, aquí estoy, todavía escribiendo, tratando de permanecer abierto, tratando de evitar que mis dudas se pasen de la raya».
¿Venías de una familia lectora?
Mis abuelos arrancaron como granjeros pobres en los montes Ozark de Misuri y Arkansas, y mis padres se convirtieron en contrabandistas de licores en Tulsa cuando yo era todavía un bebé. En cuanto a los libros de la casa, mi abuela materna leía la Biblia y mi padre, cada tanto, una novela de cowboys.
¿Cómo comenzaste a leer y a escribir?
Cuando era chico casi no leía otra cosa que libros de cómics —muchos—, que fueron los que hicieron que me gustara leer. A los doce tuve la suerte de tener un maestro que me hizo leer más ampliamente. Leí La odisea a los catorce. Y en la escritura comencé (también a los catorce) cuando garabateé un poema sobre cómo el árbol en mi ventana se agitaba con el viento y la lluvia, y cómo se le parecía mi corazón porque una chica de la escuela no estaba enamorada de mí.
Cuando estabas en el secundario armaste una revista literaria junto a Dick Gallup y Joe Brainard, entre otros, y consiguieron muchas colaboraciones asombrosas, ¿cómo fue eso?
A los dieciséis conseguí un trabajo en una librería cuyo dueño me introdujo en muchas escrituras contemporáneas —Camus, Kerouac, Ginsberg, cummings, por ejemplo— y desde ahí supe de una pequeña revista literaria llamada Yugen, editada por LeRoi Jones (Amiri Baraka), que se publicaba en Nueva York. Ver cuán simplemente estaba hecha hizo que me diera cuenta de que yo podía armar una revista también. Mi amigo Dick Gallup (que tenía diecisiete) y yo escribimos cartas a escritores que admirábamos, pidiéndoles que nos envíen obras para publicar. ¡Y muchos de ellos lo hicieron! Incluyendo a Kerouac y Ginsberg. Pero también publicábamos autores que no eran parte de la Generación Beat, como Robert Creeley y LeRoi Jones (o nosotros mismos).
¿Cómo describirías tu llegada a Nueva York desde Tulsa? ¿Cómo fue escribir en un ambiente como ese?
Después del secundario fui a Nueva York para estudiar en la Universidad de Columbia, pero la ciudad entera fue educativa para mí: la alta energía, la escala, la diversidad de habitantes, los enormes recursos culturales. Tuve la suerte de encontrarme estudiando con Kenneth Koch, que era no solo un gran maestro sino también un gran poeta. (En Argentina hace unos años Zindo & Gafuri publicó también una traducción de sus poemas selectos, «Un tren oculta otro tren»).
«Me acuerdo de la primera vez que oí a Joe leer partes de su Me acuerdo. El shock de placer reemplazado rápidamente por la envidia y la pregunta ¿cómo no se me ocurrió a mí? El placer estético llega de muchas formas y en muchos grados, pero la envidia solo aparece cuando admirás sinceramente el trabajo de alguien con todo el corazón», leemos en uno de los poemas de la antología. ¿Recordás otros «shocks de placer» como ese?
El primer shock que me produjo la poesía vino cuando leí Hojas de hierba de Whitman. Es una obra tan emocionante. Un shock posterior vino algunas semanas más tarde con el Aullido de Ginsberg. Parte de ese shock provino del hecho de que la persona que lo había escrito todavía estaba viva.
En tus poemas hay un tratamiento sensorial del espacio notable —por ejemplo, «Atravieso / billones de moléculas/ que se apartan/ para dejarme pasar / mientras a cada lado / otros billones / siguen donde estaban». ¿Proviene de tu frecuentación de los museos en Nueva York, cosa que has contado en otras entrevistas? ¿Cuáles son tus pintores favoritos y qué aprendiste de ellos?
Me encantan los museos de arte, pero eso que llamás «tratamiento sensorial del espacio» viene antes del ser consciente cuando estoy en cualquier lugar. En cuanto a mis artistas favoritos, hay muchos. Entre ellos: Giotto, Pietro Lorenzetti, Sassetta, Pieter Breugel el Viejo, Giovanni Bellini, Giandomenico Tiepolo, Adrian Coorte, Vermeer, Seurat, Brancusi, Juan Gris, de Kooning —esta lista podría seguir y seguir— así como mis amigos Joe Brainard, George Schneeman, Jim Dine, Trevor Winkfield y Alex Katz.
Andy Warhol te tomó un retrato en blanco y negro, y algunos de tus poemas parecen hacer juego con sus obras, como «Agarrá este martillo», el que cierra la antología.
Traté a Andy mayormente entre 1963 y 1966, justo antes de que se volviera tan famoso. Le gustaba andar entre los poetas del centro de Nueva York y era generoso con nosotros. (Alegremente hizo la portada para una pequeña edición de uno de mis libros). Yo admiraba las obras que estaba produciendo por entonces, como las cajas Brillo y los lienzos que repetían imágenes. Las encontraba divertidas y refrescantes.
Has trabajado en la enseñanza de poesía a niños y niñas, ¿qué nos podrías decir acerca de la relación entre los chicos y la poesía?
Enseñé escritura poética a niños y niñas por nueve años. Esto es, creé situaciones en las que pudieran sentirse libres y felices para escribir poesía (de todo tipo). La pregunta es muy extensa, así que sólo diré que encontré que todos los chicos y chicas son capaces de escribir cosas maravillosas, tanto como de pintar cosas hermosas. Desafortunadamente, el mundo después les dice: «No hagas más eso». Y es como decirles: «Dejá de ser sano».
¿Cómo fue la experiencia de trabajo con Jim Jarmusch en Paterson?
Trabajar con Jim fue un placer total, en parte porque fue un trabajo basado en nuestra amistad. Él eligió cuatro de mis poemas para la película y me preguntó si yo podía escribir algunos nuevos para ella. Le dije que no, ¡era demasiado atemorizante como tarea! Al día siguiente me sorprendí a mí mismo escribiendo tres poemas nuevos, que fueron usados en la película.
¿Alguna vez viniste a Argentina? ¿Conocés algo de nuestra literatura?
Nunca estuve en Sudamérica. Excepto en libros —Borges, Quiroga, Cortázar, Neruda, por ejemplo—. También he «experimentado» lo sudamericano a través de la poesía de Archibaldo Olsson Barnabooth (nacido en Arequipa), un poeta imaginario inventado por el escritor francés Valery Larbaud. ¿Lautréamont cuenta como escritor sudamericano? Y no, no conozco ningún poeta argentino (¡aunque sí leí algunos poemas de Guillermo Vilas!). Estoy lamentablemente infrainformado.
Ron Padgett o la poesía de las cerillas, en ZENDA
Al comienzo de Paterson, la película de Jim Jarmusch, su protagonista —interpretado por Adam Driver— está tendido sobre la cama junto a su pareja. Se levanta sin que suene el despertador, se acerca a la cocina y se sirve un bol de cereales mientras observa una caja de cerillas. Después, acude a la estación de autobuses, donde recoge su vehículo para empezar su día de trabajo. Sin embargo, llega unos minutos antes, saca un pequeño cuaderno, lo apoya en el volante y comienza a escribir un poema a las cerillas. Cerillas que vienen en “cajas duras en azul claro y oscuro y etiquetas blancas / con palabras grabadas con forma de megáfono”, cerillas para “encender, quizás, el cigarro de la mujer que amas / por primera vez —y ya nada nunca / vuelve a ser igual”. Se para, reflexiona y recuerda a su novia, todavía dormida cuando él se levantaba. Escribe: “Eso es lo que me diste, yo / soy el cigarro y tú la cerilla o yo / la cerilla y tú el cigarro, quemándonos / con besos que arden hacia el cielo”. Guarda el cuaderno, cierra las puertas del autobús y empieza a conducir.
«La poesía de Ron Padgett parte de lo minúsculo. Parte de las cerillas, pero también del tapizado de un coche, o de un salsero. Es incluso capaz de escribirle un poema a un martillo»
Ese poema, al igual que todos los que escribe el personaje principal de Paterson a lo largo de la película, pertenece al poeta norteamericano Ron Padgett (Tulsa, Estados Unidos, 1942), inédito en castellano hasta que la editorial Kriller 71 se ha decidido a traducirlo y hacer la selección de poemas para la antología Cómo ser perfecto, ya disponible en librerías. En este volumen, la mirada de este singularísimo escritor se desperdiga por todo nuestro entorno, como aquella pequeña voz de la conciencia encargada de recordarnos, casi en susurros, la existencia de las cosas a las que decidimos no prestar atención.
La poesía de Ron Padgett parte de lo minúsculo. Parte de las cerillas, pero también del tapizado de un coche, o de un salsero. Es incluso capaz de escribirle un poema a un martillo, concretamente a “El Estwing, con «Mango Irrompible / en Condiciones de Uso Normal», made in USA”, “una barra / de acero pulido con el mango forrado / con tiras de cuero unidas misteriosamente, / el peso una distribución de lo perfecto, / de la cabeza al mango”. Sus palabras se deslizan como bailarinas sobre los electrodomésticos, bebiendo de aquel William Carlos Williams que escribía del amor a partir de la comida del congelador.
Uno se adentra en las carnes de la poética de este imaginativo autor y descubre, de lleno, un relámpago iluminador de fuerza cegadora. Ante la pesadumbre, Padgett se desvela como un danzarín de la luminosidad, lanzándola con violencia sobre lo inerte y trayéndolo a la vida, como si de un mago se tratase. Para él, una cerilla puede ser símbolo de un desbocado amor; la construcción morfológica de la palabra telephone le hace pensar en cómo el tele y el phone necesitan estar juntos, al igual que dos enamorados. En todo su discurso se intuye un relajado desprecio por lo trascendental y un apego tierno a lo tangible, a aquellas cosas dispuestas a la caricia. “Ordena tu habitación antes de salvar el mundo“, dice, en su guía sobre cómo ser perfecto —en esa misma guía también apunta: “No des consejos” o “No practiques el canibalismo”—.
En días veloces y grandilocuentes, cruzarse con la construcción del imaginario de Ron Padgett supone recibir un aliento familiar, un aroma casi a hogar, que te induce a un suave estado de olvidada ingenuidad —en el buen sentido, que lo tiene, del término—. Así, uno puede pararse a contemplar las cosas, al igual que lo hace el protagonista de Paterson mientras conduce su autobús: el delicado mecerse de las ramas de los árboles, el distendido caminar de los niños por la calle —ellos, “tan jóvenes como para / sonreír y devolver el saludo”, la grumosa textura del asfalto sobre el que circulan los neumáticos. Sobre todas esas cosas levanta Padgett la proclama de la belleza.
Además, el poeta de Tulsa se erige también contra esa idea moderna de la novedad por la novedad. Regresando a uno de los poemas integrados en la película de Jarmusch, nos encontramos con esta plácida oda a la rutina: “De pequeño / aprendes / que hay tres dimensiones: / altura, anchura, y profundidad. / Como una caja de zapatos. / Más tarde te enteras / de que hay una cuarta dimensión: / el tiempo. / Hmm. / Y otros dicen / que podrían ser cinco, seis, siete… / Después del trabajo / me tomo una cerveza / en el bar. / Miro el vaso / y me siento bien“. Él lo hace sencillo: consigue que lo grande y lo pequeño choquen con violencia y demuestra que el resultado de esa colisión no siempre está definido de antemano.
No se trata, sin embargo, de que su poesía esté exenta de angustia existencial: Padgett padece, como humano que es, un severo miedo a la muerte y a muchas otras cosas. Su movimiento maestro se encuentra en la forma de afrontar ese miedo. Él lo hace con leve humor, con un sentido de la ironía que siempre se toma su tiempo para rodear las cosas, para discernirlas, para curiosear por sus escondites. Asume que la ausencia de vida es una cuestión pesarosa, pero exclama con su fuerza susurrante que, mientras la haya… sería estúpido no detenerse en la baranda, sentir el tacto del metal bajo el vello de los brazos y observar, a lo lejos, la incesante percusión de las aguas marinas.
Hay algo de milagroso en Cómo ser perfecto y en la escritura de Ron Padgett en general, y es que está desprovista de cualquier sentido de búsqueda indolente: es, de hecho, un ejercicio constante de descubrimiento, de ingenio, de despertar. Una invitación constante a quedarse parado en un verso concreto de una canción, construir allí una casita de madera y vivir muchos años hablando con los peces y los pájaros. A protegerse bajo las sábanas en un día de lluvia, y pensar: “Qué bien. / Hemos ganado“.
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Autor: Ron Padgett. Selección y traducción: Patricio Grinberg y Aníbal Cristobo. Título: Cómo ser perfecto. Editorial: Kriller 71.
Las tremendas moléculas de Dios, por Brenda Ríos
en: oculta lit.
Salgo a la calle a buscar saleros y pimenteros. Fracaso. Me fijo ahora, por primera vez, acaso, en las cajas que aún tengo de cerillos. Recuerdos de hoteles que cojo por inercia. Cuando la gente fumaba. Pienso en el amor. Esa constante. En los textos de orden cotidiano como la lista del súper, las anotaciones prácticas. ¿Se puede ser demasiado cotidiano? Sí, Padgett lo es. Incluso se va del poema (el poema como lugar) muy lejos, hasta llegar a ese género hermoso, concreto como un buen plato de carne con papas: nutritivo y pesado: la crónica. Narra entonces la acción, el pensamiento, lo que sucede. Narra el día. Las conversaciones. Las impresiones. Todo está ahí. Si existió esa intención de la que Bolaño hablaba, de la novela total, estamos con Padgett ante el poema total: el todo contado por el elemento de la nada. La sinécdoque, la vuelta de tuerca del poema, el truco, lo que se vuelve espiral como el tornillo.
Los compramos por veintinueve
céntimos en Arkansas en 1967. Evocan las patatas fritas y el café
caseros, y estoy seguro que alguien podría, con solo mirarlos,
describir la sociedad que los produjo, del mismo modo en que tú
puedes leer esto y saber quién soy.
¿Qué mejor analogía que ésa? El tornillo está hecho de metal, durable, entra en superficies duras. Resiste el paso del tiempo. Pero su figura en espiral sirve además para extraer aquello que debe ser extraído: los otros tornillos, como de su especie, casi. Este los sujeta y los saca de su vida diaria, de su función: soporte y unión de cosas, materiales. Lo que me lleva a la poesía de Padgett: nos saca de la mesa que uníamos, el mueble que éramos. Nos dice Oh, no te das cuenta que esto que ves una y mil veces es lo poético. Adiós clases de la universidad. Adiós teoría. No hace falta. El misterio es que no hay misterio. No hay nada debajo de esa sábana sostenida de aire.
sentir ahí
que Dios está mirando
desde una altura no televisada,
y a veces
se tira al suelo.
El impacto es tremendo,
porque las moléculas de Dios
son así de tremendas.
Pero lo que más brilla de este poemario, si se puede llamar brillo a esa luz tenue, matinal, que proviene de lo que siempre ha estado ahí son los poemas de amor. El amor simple, el complejo, el que se desgasta, el que se difumina, el presente, el del duelo. Ese amor que para el poeta no ayuda a enamorarse más y sí a verse-ver a los otros con un lente antiguo: opaco o transparente, el amor fermenta: es alimento, es líquido, es el escudo con el que se puede enfrentarlo todo. El clima, la pobreza, la mala alimentación, la enfermedad, lo triste, lo sucio.
«Aquí está la cerilla más hermosa del mundo,
sus cuatro centímetrosde pino suave coronados
por una cabeza rojo oscuro, tan sobria y furiosa
y decidida siempre a estallar,
y encender, quizás, el cigarro de la mujer que amas,
por primera vez —y ya nada nunca
vuelve a ser igual. Todo eso te daremos.»
Eso es lo que me diste, yo
soy el cigarro y tú la cerilla o yo
la cerilla y tú el cigarro, quemándonos
con besos que arden hacia el cielo.
Otro poema dirá:
Cuando me despierto antes que tú
y tú estás vuelta hacia mí, tu cara
en la almohada y el cabello
revuelto, me arriesgo a quedarme
mirándote, con el asombro del amor
y el miedo
a que abras los ojos y
que la luz te mate del
susto.
El amor es lo más cotidiano del mundo. Tanto así que incluso podría ser desapercibido, invisible, pequeñito. Miremos con lupa las cosas, los acontecimientos, las palabras, pues corremos el riesgo de aplastarlas. Somos gigantes y torpes ante lo que conmueve, digamos lluvia, ventana, cerillo, salero, martillo, lámpara robada de un hotel, seamos entonces conscientes de la diferencia de tamaño y de poder. Aprendamos a movernos.
Estos son los poemas que sirvieron de inspiración a Jim Jarmush para hacer Patterson (2016), la historia de un conductor de autobús que escribe poemas. El tono del libro, y qué cosa tan difícil y arriesgada, está en el filme. Ese «no pasa nada», esa lentitud natural, esa sensación de lo que se repite, la rutina del trabajador, la relación con la esposa, el perro, la caminata, los pastelillos horneados ad nauseam, representación del tiempo, el hogar y el amor que es repetición, horario fijo, algo que sale del horno y es dulce.
Lo que uno agradece a Padgett es que, en una realidad donde la sorpresa pierde su efecto, él logra ser ese dato único, que siempre estuvo ahí pero no podíamos ver de tan obvio, que revela el misterio. Cómo ser perfecto es un antimanual de ver lo vivible en la vida privada de cada persona: cuando se está solo en el baño a las dos, tres de la mañana y agradecemos estar vivos aún para vernos en ese espejo, cansados y hartos, pero agradecidos. Cansados en ese cansancio único, revelador, de una vida sostenida por hilos invisibles y acaso somos nosotros quienes llegamos sin saber cómo al origen de la madeja. En medio de ese nudo estamos: un claro en el bosque. Buscando a Dios, el amor, las herramientas, a un amigo, lo que sea. Buscando la morfología en el imán del refri.
Da instrucciones precisas:
Si alguien asesina a tu hijo, consigue una escopeta y vuélale la cabeza.
Comprar Colgate antisarro, liberar a los hijos del amor que deberían tener con los padres, comer, hacer ejercicio. Instrucciones para vivir un poco más. Quedarse en cama de la vida por cinco minutos más. La poesía de Padgett no existe en un panfleto de optimismo o pesimismo, rebasa todo eso. Su poesía es la celebración de poder contemplar. Asumir que de ese ejercicio, como una caminata, uno regresa vigoroso, febril, con el ritmo cardiaco acelerado. Es lo que es. Poesía de ropa doblada, platos sucios, deberes, chistes, anécdotas, conversaciones, mentiras, lámparas robadas, metáforas, golpes de ficción, consejos, todo cabe ahí. El poema es concierto, orquesta dirigida por un genio, es una canción pop, es alguien que comienza a cantar, es todo: es el acierto, eso que hace que uno relea porque ¿eso es poema? Sin alfombras rojas, sólo un pedazo de trapo de cocina: humilde, siempre, al acceso del mundo si el mundo quisiera tomarlo. De eso se trata. Un pestañeo, un segundo, un cabello en la almohada, un rostro al que miramos dormir. Si no fuera así, ¿qué sentido tiene? Lo fantástico del poema es que no es el sol lejano y sudoroso: es un foco sobre el sofá. Y uno puede prenderlo si quiere.
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Cómo ser perfecto. Antología poética bilingüe. Ron Padgett
Traducción Patricio Ginberg, Aníbal Cristobo. Kriller71 ediciones, España, 2018
Ron Padgett
Es un poeta, ensayista y narrador estadounidense, parte vital de la segunda generación de la New York School Poets. Nació en 1942 en Tulsa (Okahoma), y vive entre Vermont y Nueva York , ciudad en la que estudió escritura con Kay Boyle, Howard Nemerov y Kenneth Koch.Desde su adolescencia, cuando conoció a Joe Brainard y Dick Gallup, y juntos fundaron una revista literaria (llamada The White Dove Review) que los conectó con poetas como Allen Ginsberg, Robert Creeley, LeRoi Jones o E. E. Cummings, hasta la actualidad, en su rol como Canciller de la Academia de Poetas Estadounidenses, Ron Padgett sigue siendo un personaje distinto y central en la poesía norteamericana contemporánea.