La soledad puede propiciar las ilusiones, cuando no las alucinaciones. Sabiendo que el agente psicotrópico es el pensamiento, la mujer sola de los poemas de García Carril lo acosa en un espacio exiguo, un departamento (con sus ventanas), de paso por un repertorio de cosas elementales, como si una concreción estricta facilitara el contacto con lo real. Es un trabajo muy apto para la poesía; la consigna podría ser: por la sobriedad al desengaño, por el desengaño a la claridad. Pero pocos nombres siguen siendo nombres y, como parece advertir desde el comienzo una cita de Lorenzo García Vega —“el texto llega a tener razones que el realismo no entiende”—, si la letra no mata, por lo menos desplaza, borra, o mejor dicho, suplanta. Demasiadas veces añade. La dura materia del pensamiento no es un intento más de revertir esta fatalidad; asimila las paradojas del lenguaje, las observa sin sarcasmo, las estampa en una lengua parca y obtiene una diferencia. Escenografía árida, mínima cantidad de objetos, escasez de sustantivos, discurso circular que tiende al remolino y se va por el desagüe parecerían ser una situación beckettiana (sin linyeras, claro) y, como la de Beckett, la aridez que el escenario imprime en el lenguaje de García Carril da una risa nerviosa. Sólo que, como conoce la lección, esta solitaria se cuida mucho de no caer —como, digamos, Mercer y Camier— en la manía ambulatoria. Antes bien se ejercita en una economía de movimientos inspirada en su gata: “No es sentarse a mirar/ el plátano/ y dar un sentido/ al hecho objetivo de sentarse// sentada/ se está más/ se tiene conciencia/ de lo rotundo// no del plátano/ en movimiento/ sino de lo solo/ que es/ lo quieto// de una que lo mira”. Este discurso de cesuras abruptas, sintaxis entrecortada y puntuación capciosa está lejos de las contravenciones más habituales de la poesía argentina contemporánea. Vence la típica tentación de las unimembres (las perezosas, facilonas unimembres); se ordena —se hilvana— por enfoques a las cosas más cercanas y por la frecuencia alfa-cortical, ese continuo de pulsos que atraviesan el cerebro y son la base de una rítmica subjetiva. La dura materia… es una tarea de limpieza y una meditación: sobre el antiguo afán de suspender la conciencia, no para capturar el inconsciente, qué va, sino para que la escritura no anteceda a la vivencia de lo real. Es un libro sin pasión pero no indiferente. No cuenta un proceso de ascesis; escruta su propio escepticismo con un desconsuelo que no es tristeza, con una disciplina ética del verso, y a pesar suyo emociona. “Hay un destino que se escapa de las manos;/ por un agujero de la bolsa rota/ la basura se escapa sin remedio; el tiempo hizo uno de sus trabajos favoritos…// …veo el esfuerzo/ de la atareada materia de la necesidad/ una pintura hiperrealista de la subsistencia/ concentrada en los detalles/ como una tomografía de las horas pasadas/ y todas las teorías por el suelo”. Cuando la escena empieza a volverse lúgubre, sin embargo, de la corriente del soliloquio surge una segunda persona, y el recuerdo de la soledad compartida (casi repartida) y el rastro de la conversación modifican el tono. El nihilismo vira, si no hacia la alabanza, hacia la elegía por algo que no es pensamiento ni materia pero que iluminó muchos momentos y los resguarda: “… amor también en el trajín de las minucias cotidianas;// quién cocina hoy y quién se ocupa/ de lo que sobra/ más que migas y huesos y cáscaras/ de papa, la costumbre de enterrar un carozo/ en una maceta y al tiempo adivinar/ por las hojas eso que crece: ciruelo, cerezo,/ miniaturas de lo que da el corazón, su fruto”. De repente el libro se reconfigura como una historia, tal vez como un trabajo de duelo. Podría ser; cada poema y el conjunto entero llaman a volver a leerlos. Es una experiencia desusada: las notas son las mismas, la música otra.