Nocturna

Eduardo Rezzano

 

Buenos Aires - 2015

84 páginas / 14 x 20

ISBN 978-987-3760-20-4

Criaturas de la noche

Una cucaracha
me tocó el brazo
y mi gesto lo dijo todo

Me preguntó ¿tanto asco
te doy? y me ofreció
la mitad de su chicle

Acaricié su dorso
que no emitía música
y pensé

si fueras un grillo
¿sobre qué estaríamos
conversando?

Nocturna, por Diego L. García para Jámpster

 

En Nocturna (Zindo & Gafuri, 2016) Eduardo Rezzano nos presenta a sus criaturas y las conversaciones que estas mantienen en las zonas menos centricas del discurso. Ya el primer poema nos da una clave: el encuentro del sujeto con una cucaracha culmina con esta pregunta: “si fueras un grillo / ¿sobre qué estaríamos / conversando?”.

Lejos de la compañía acartonada del grillo, en las series siguientes el sujeto desarrolla un lenguaje de la soledad. ¿De qué se trata esto? En poemas que comienzan así: “Hoy dormí / sobre la vereda helada”, o: “Se me cayeron / los pantalones”, se configura no una anécdota de la derrota sino una voz en ruinas: algo se dice desde el suelo y nada tiene que ver con la “música vana”. Personajes como el conductor abandonado por la lengua, la amada drogada y el amante azul, el solitario del café, la nocturna mujer deshabitada, Bianca la que se va, el hijo-Secreto parten el tiempo y arrojan las palabras –sus cuerpos– al vacío. El poema titulado “Secreto” (uno de los más hermosos del libro) podría ayudarnos a profundizar la idea:

Secreto

Viajaba en el baul de un Chevy

entre una tarta de manzanas

un lemon pie y una pregunta

que me daba vueltas

 

​¿se podrá fumar aquí?

Era noche cerrada

tanto adentro como afuera

sólo que afuera

hacía más frío y llovía

Era invierno o casi

y mi último cigarrillo

corría apagado

de dedo en dedo

con el riesgo de perderse

en la oscuridad pringosa

de mi ataúd de mermelada

¿Les hablé alguna vez de mi hijo?

Él dice ser

mi secreto mejor guardado

pero tengo otros que

son verdaderos agujeros

en el cielo negro

madrugada hecha jirones

sobre el camino perdido

río abajo entre las piedras

La voz se ubica en el encierro de un baúl, en el espacio hiperreducido del secreto (como en otros poemas el sofá cama, el probador, la cajita musical, el detrás de la heladera, el culo de Dios). El tiempo de adentro (lo entredicho) y el tiempo de afuera (el frío, la lluvia, lo evidente) se conjugan para trazar una línea que implica para el lector un trabajo de idas y venidas. La “madrugada hecha jirones” podría funcionar como una analogía de la escritura de Rezzano; los jirones de esas voces nocturnas, casi secretas como un hilo de humo que ondea para no ser apresado del todo. Lo conversacional ilumina intermitentemente una seña de ese interior. En este caso, el hijo que cruza hacia lo dicho para que el sujeto no se ahogue en su ataúd de mermelada y las preguntas que dan vueltas en soledad.

En esa lengua recluida la primera interrupción es el recorrido de la cámara. Para captar el ensimismamiento del sujeto el ojo irrumpe en un plano de sutiles movimientos: “Peina canas / sobre su pelo negro / sentada en el sofá cama / la camisa abierta / una mano sostiene / sobre el muslo desnudo / un vaso de vino”, o: “encendí la radio y / escuché las noticias // que sabían húmedas / como las galletas / caídas detrás de / la heladera // abandonadas / al olvido / a las criaturas / de la noche”. Y así podríamos seguir citando. El sujeto es descubierto en un tajo de su soledad (es decir, de la soledad de su lengua). Ese fragmento (y totalidad de su discurso) es resultado de un sigiloso enfoque que invita al lector a un interior alfombrado, frágil como la vida en una burbuja de jabón. Pasamos de un despertar a encender la radio y luego a arrastrarnos detrás de la heladera junto a las galletas húmedas: el deslizamiento va develando una escena donde lo ordinario se vuelve espejo de lo extraño al emerger de la soledad. Estamos siguiendo en este concepto a Jorge Alemán, quien, citando a Lacan, diferencia la soledad patética (el goce autoerótico, el delirio yoico, el individualismo capitalista, etc.) de la “soledad estructural u ontológica”. El planteo poético de Nocturna entabla un diálogo con la segunda configuración.

Cuando Ludwig Wittgenstein se recluyó en una cabaña en Skjolden (Noruega) en 1913 experimentó –quizá como pocas veces ha sucedido– la relación entre lenguaje y soledad. Tiempo después, en Investigaciones filosóficas, escribió: “Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida”. Así decide Rezzano trabajar su escritura, lejos del mainstream del grillo poético. Allí están sus criaturas nocturnas, cucarachas que nos observan para descifrar una vida samsiana, desde el punto de vista más incomodante: el pequeño espacio de la poesía, ese lenguaje repulsivo para el sujeto alienado.

JÁMPSTER
Entrevista sobre Nocturna, por Augusto Munaro en Revista Colofón

La poesía de Eduardo Rezzano es siempre una invitación a la reflexión. Por eso en su reciente Nocturna (Zindo & Gafuri) los poemas despiertan grados de cuestionamiento alternativos. Sus versos no son lo que parecen denotar. Lo que a primera instancia se revela como una idea bien podría ser su opuesto. Problematiza el lenguaje a través de una búsqueda de ampliación de significados. Así, hay una operación de desmontaje de sentido, muy sutil, que atraviesa toda su poética. “Quise poner las cosas/ en su lugar/ pero las cosas hablaban/ y me confundían”. Como en Felisberto Hernández, prevalece una mirada oblicua, siempre descentrada.

—En Nocturna, hay, acaso, una noche cerrada, un existir en lo oscuro. ¿Qué te depara ese espacio?, ¿por qué el registro de ese mundo en particular?

—Creo que más que una noche cerrada, hay una noche abierta. La oscuridad ofrece un espacio sin rutas trazadas donde los animales, las cosas, las plantas o las personas pueden asumir cualquier forma —cualquier estado intermedio— y mezclarse, hablar desquiciadamente, cantar o permanecer inmóviles como mojones que no señalan nada. La noche es un lugar, más que un momento del día, que escapa al juicio de Dios.

—La cita de Beckett, con que iniciás el libro dice: “Restablecer el silencio, éste es el papel de los objetos”. ¿Las cosas trascendentales suelen ocurrir en silencio?

—Los objetos imponen su autoridad de seres sin lenguaje y restablecen el silencio; eso es lo que entiendo de esa frase. Y yo, para escribir, necesito de mi propio silencio —necesito callarme—, para escuchar aquello que las palabras tienen para decirme. Finalmente, en el último poema, ensayo una refutación de ese epígrafe, porque pongo de manifiesto que los objetos, más que restablecer el silencio, me proponen un diálogo de locos. Y eso va más allá de una idea poética: la sensación de que las cosas tienen vida, aunque no crea que la tengan, me acompaña siempre. Con respecto a lo que me preguntás, creo que las cosas trascendentales ocurren cuando no pueden dejar de ocurrir, cuando se ha hecho lo suficiente para que ocurran. Lo hacen en el silencio o en el ruido, en el acelerador de partículas o en el barro más hediondo. Y siempre son el fruto del trabajo colectivo.

—A veces se tiene la sensación que tu poética, en parte, opera a través de un particular mecanismo de incorporar lo sobrenatural a la realidad. ¿Me equivoco, Eduardo?

—Para decir que algo es sobrenatural, primero tenemos que definir lo natural, y me parece que lo natural se redefine en el espacio de cada poema. Entonces no estaría incorporando lo sobrenatural a la realidad, sino que estaría construyendo una realidad con las propias peculiaridades que la constituyen.

—Entonces, ¿el uso de la primera persona supone la elección de una puesta?, ¿siempre?

—Me siento a gusto escribiendo en lo que técnicamente llamamos primera persona, aunque no se trate de una persona en sí: no soy yo ni tampoco un personaje de ficción, es una especie de pasajero abstracto que atraviesa los poemas como si fueran los vagones de un tren.

—Leemos en “Filmar con la luz de una vela”: “Quise realizar/ las tareas más nimias/ como poner las copas/ sobre la mesa o/ apagar una vela// y me encontré/ con mi ausencia/ mi propio lugar/ vacante” ¿Dónde está la voz del Yo en ese poema?

—El yo ha desaparecido, se ha perdido o nunca estuvo. Cuando escribí ese poema quizás haya pensado en la pérdida de la voluntad a partir de la pérdida de un soporte para esa voluntad, para ese deseo. Ahora que lo leo una vez más, pienso que puede funcionar al revés: lo que desaparece es el yo, y el deseo es lo que queda, que se basta a sí mismo; el deseo como fuerza creadora. ¿Y si el deseo y la voluntad nos crearan un cuerpo, nos vistieran, nos pintaran una aldea, un mundo? ¿Qué clase de mundo sería ése?

—En “Kindertotenlieder”, como también ocurre en “Sin rumbo”, y en otros poemas más, el eje de la voz enunciativa se desplaza. ¿Cómo elaborás y explicás ese giro, ese lúcido (y lúdico) cambio producido por el montaje?

—A veces me toca ponerme la cámara al hombro y cambiar de perspectiva. No es algo que elabore demasiado; el poema mismo me dice: “Sentate acá, mirá y no hables; no molestes”. En otro orden: trabajo en una oficina, cada mañana, a la que a veces llegan expedientes mal iniciados o que arrastran errores y omisiones de su paso por otras secciones y subsecciones. Allí tengo que resolver problemas y descifrar voces que me hablan en la lengua muerta de la burocracia, y también entonces me resulta útil cambiar de perspectiva, probar distintos ángulos, distintos encuadres, acercarme o alejarme.

—A menudo, tus poemas llegan a explicitar lugares y sitios concretos. La calle Ayacucho; un bar sobre la calle Balcarce… ¿Qué te ofrece el poema en ese grado de cooperación con la realidad?

—Creo que elegí la calle Ayacucho por la sonoridad tanguera de su nombre, aunque el poema no sea tanguero. En cambio la calle Balcarce me trae reminiscencias de una luz particular. Tengo el recuerdo de haber caminado una tarde por allí, y ese recuerdo va acompañado ineludiblemente por esa luminosidad, que quizás no sea más que una mera creación de mi memoria. Ese poema necesitaba una luz especial porque la protagonista es una fotografía. Esas son calles de Buenos Aires; viví un año y pico en Buenos Aires. También viví en otras ciudades —además de La Plata— y de todas se me pegó algo, todas me transformaron un poco; donde vayas, el entorno te atraviesa y te deja hecho un colador, aunque no seas del todo consciente. Los poemas a veces echan luz sobre recuerdos que el tiempo se encarga de fragmentar.

—Asimismo, tus poemas a menudo se desarrollan, verso a verso, a través de un fuerte pulso narrativo. ¿Es importante el “contar” por encima de la “musicalidad” de las palabras y sus posibles efectos poéticos?

—No creo que una cosa deba estar por encima de la otra. No trabajo a priori la musicalidad, pero si aparece me gusta que se escuche. La musicalidad probablemente no sea una cualidad a destacar en mi poesía, pero a partir de Gato barcino pongo mucho cuidado en el ritmo; Andreu Jaume, mi editor de entonces, me hizo observaciones muy valiosas al respecto. Con respecto a lo narrativo, es cierto que suelo contar pequeñas historias, pero no por ello creo que mis poemas sean menos abstractos. Con esas pequeñas historias trato de ponerlos en funcionamiento, como si ellos fueran viejas máquinas oxidadas de las que se ha olvidado para qué sirven, relojes que no dan la hora, buques factoría que se han perdido en el océano.

—¿Qué opinión te merece la denominada generación del 90?

—Más allá de que pueda haber cierto interés en presentarla como un bloque (tanto para instalarla como para desacreditarla), creo que dentro de ella hay poetas muy distintos entre sí —algunos muy buenos—, autores que escapan a las catalogaciones simplistas (pensemos en lo diferentes que son Laura Wittner y Mario Arteca, por ejemplo). Después, hay una poesía posnoventa que recoge lo más “conversacional” de esa década y, quizás, lo reduce a algo demasiado juvenil. En aquella época yo ya escribía (escribo poesía desde mediados de los 80), pero no tenía idea de lo que se hacía a pocos kilómetros de mi casa. Aparte, mi sociabilidad pasaba más por la música, y la mayor parte de mis esfuerzos estaban puestos en convertirme en un músico profesional, o en lo que yo entendía por eso.

—Temáticamente hablando, ¿qué tópicos, pensás, cubre tu poesía?

—Dicen que hay unos pocos temas, que son universales, a los que se vuelve una y otra vez. En general prefiero pensar que nada es universal, y que los grandes temas operan como espejos de agua que nos devuelven nuestros hermosos rostros humanos, como a Narciso su rostro mitológico. La poesía no es un humanismo; el buen poeta nos ofrece un antídoto contra lo que nos construye como humanos. A mí no me interesa hablar de la soledad, sino que elijo contar la pequeña historia de un tipo que está tan solo que habla con las cucarachas; de golpe me interesa el agenciamiento hombre-cucaracha. Antes que escribir una fábula, prefiero tratarme de tú con lo bichos y las piedras hasta confundirme con ellos.

—Con media docena de títulos publicados en varios países como Chile y España. ¿El lenguaje es un animal amoroso y ardiente al que se puede aprender a domesticar y encender?

-El lenguaje es un apretado entramado de hilos sobre el que hay que intentar hacer unos tajos, a la manera de Lucio Fontana, para espiar qué hay del otro lado. O quizás sea un virus del espacio exterior, como decía Burroughs.

—Ya que nombrás a un escritor beat. Siguiendo la afirmación de Gregory Corso: ¿La poesía y el poeta son inseparables?

—Si le extirpamos la poesía al poeta, lo matamos. Y esto se puede hacer extensivo a cualquier persona que se dedique con verdadera intensidad a una actividad, sea cual sea. Hay una zona de indiscernibilidad entre el poeta y su obra, y esa zona es vital.

REVISTA COLOFON

Nocturna o las criaturas que habitan la noche, por Sandra Cornejo en Séptimo día

Al tiempo que me llega “Nocturna”, libro reciente de Eduardo Rezzano, veo los capítulos finales de “Penny Dreadful”, serie que ahonda en los claroscuros del ser, en la noche y sus animales dispersos en ella, humanos o no; la poesía, de alguna manera, los conforta. “Nocturna”, reciente poemario del músico y poeta platense, inicia su recorrido justamente con un texto llamado “Criaturas de la noche”. En este poema, sin saber muy bien por qué, dialogan entre sí cucarachas, personas y grillos. Luego, en “Violeta”, una tortuga atraviesa la delgada raya “entre la hibernación /y la muerte” para ofrendar su pequeña obra de arte. Entrelíneas, las bestias, los muertos y los abandonados hablan en un lenguaje dificultoso, semejante al de la propia comunicación humana.

Sugestivo, “Nocturna” expone el universo de los invisibles. Establece una poética a partir de la mirada de quien ha sido abandonado, incluso, por su propio nombre. Rezzano, de vida errante él mismo, recorre aquí un paisaje urbano que deviene páramo; así, en una especie de limbo, el hombre, el niño o la mujer, como lobos de estepa, moran en “una compañía muda/ y deshabitada”. Leve en su hechura, poético desde la desolación, este libro traduce la soledad de distintas maneras y nos envuelve en su tejido sutil. Con voz musical nos arroja al azul, a las “partículas subatómicas” y compone un registro que mucho tiene que ver con las últimas cosas. Ese otro orden se dice de manera tenue, a expensas de lo dolido, de lo maldito, de lo marcado y del río de la vida que lleva “peces muertos/ y desperdicios”.

En “Nocturna” hay una noche cerrada, un dormir y nacer en lo oscuro; hay niños como rastros de carbonilla en el aire, niños lámparas nocturnas, niños, mujeres y hombres aturdidos por el ruido de las refinerías, en una habitación vacía, con una herida vieja que todavía sangra. También hay una conmovedora “Niña del viento” donde leemos: “Cuando murió Amparo/ mi primera mujer//mi hija me dijo/yo soy hija/del desamparo”. Textos hilvanados por la cadencia de la sencillez pero que demandan de nosotros una percepción aguda y descalza. Para entrar en “Nocturna” es preferible dejar afuera los preconceptos e ir de página en página como quien recorre las camas de los hospitales, en silencio, con los ojos bajos, pero el corazón atento.

Siguiendo la idea de las afinidades que inicié con “Penny Dreadfull”, si como dice Mirta Rosenberg: “Siempre me imaginé la poesía como un territorio / mejor aún, una isla. / Es como si fuese una reserva / a donde todos podríamos recurrir / cuando haya escasez de sentimiento en el mundo / e incluso de pensamiento”, en el tono de Rezzano hay un claro registro de esa perspectiva de territorio, de isla, de reserva ante la “escasez”. Cuando cada detalle de lo cotidiano expresa más un estado interior que una realidad, algunos seres construyen un mundo de palabras para que sean los libros quienes hablen por ellos.

Nocturna, Nocturna, por Alessio Brandolini en Revista Fili d'Aquilone

Nocturna è l’ultimo libro del poeta e musicista argentino Eduardo Rezzano (La Plata, 1968), pubblicato a Buenos Aires nel 2016. Per calarsi nella notte, coglierne appieno il sentimento, occorre raccogliersi in solitudine e fare silenzio dentro di sé, staccarsi dall’ordinario. Solo così si possono distinguere le creature che popolano il buio, persino parlarci se riusciamo ad aguzzare e – al tempo stesso – a ridimensionare il nostro ego. Ed è quel che accade in questo straordinario viaggio notturno in cui s’incontrano scarafaggi, tartarughe, granchi, lupi, squali, foche… Animali che parlano, dialogano, come già accadeva nei libri precedenti di Rezzano, a partire da Ningún lugar (Nessun luogo) del 1999 e qui capita che perfino gli oggetti dicano qualcosa, forse per “ristabilire il silenzio” come detta l’epigrafe che apre il libro e cita Samuel Beckett. Allora si acutizzano i sensi fino ad ascoltare il battito d’ali di ogni singolo insetto e, sulla spiaggia illuminata dalla luna, il lento andare dei granchi.

Sono mille bocche a esprimersi, a raccontare piccoli storie che s’incastrano con precisione nell’universo e in qualche modo lo completano, rendono il suo enigma più “umano”, come se la cosa piccola, quasi invisibile, abbia più importanza di ciò che è grande, maestoso.

Il tono di queste poesie è quasi sempre allegro, talvolta persino scherzoso come se l’autore/personaggio non possa che essere felice passeggiando nella notte osservando ogni cosa e chiedendosi “dove sono?”, lasciandosi alle spalle i pensieri cupi e tristi, come accade al protagonista del noto racconto di Robert Walser “La passeggiata” che da ogni incontro ricava energia e gioia. Spesso aleggia un tono da fiaba, di mistero: “Da qualche parte un uomo/ di proporzioni inusuali/ bussa a una porta verde”: nel teatro del quotidiano possono accadere molte cose e la notte si adorna del suo mistero.

La solitudine e il silenzio, indispensabili per affrontare questa avventura, si riempiono di voci e suoni, una strana solitudine, quindi, di una notte senza tempo, di una “notte discesa dagli alberi azzurri”. E questo colore ritorna, come la luna in tutte le sue fasi, e stempera l’oscurità: “ero diventato/ azzurro// di un azzurro trasparente/ e spettrale”. La magia è una sottile patina che riveste e fa vibrare “l’oscurità appiccicosa”. Il viaggio prosegue e si esplorano luoghi e stanze sconosciute infilandosi sotto le porte, come un liquido o un flusso incontenibile.

Il fiume della vita porta con sé i fantasmi del passato, i morti, e la luna da lassù osserva anche quando è nera o vuota, è sempre lì con il suo grande occhio. Nella notte ci sono torce accese, bagliori, luci stellari, Marte, fuochi che brillano in lontananza e bambini-lampada come se la strada (e la vita?) si trasformasse nella stanza dei giochi. Anche quando lo svago può farsi pericoloso, come quando i vicini invitano a giocare a scacchi puntandoci una pistola.

Il poeta è il giardiniere dilettante (“pazzo o smarrito”) della notte che desidera trasformarsi in una felce silenziosa, farsi accarezzare dal vento in balia del buio dove “nessuno è nessuno”. Anche in una stanza vuota si ascoltano voci e bisbigliano finanche gli oggetti: “Ho voluto mettere le cose/ nel loro posto/ ma le cose parlavano/ e mi hanno confuso”.

Molti i titoli con dentro la parola “bambini”, in queste poesie si parla spesso di loro e fanciulli disegnati fuggono dalla carta per farsi reali e correre liberamente. Ma ci sono anche bambini di neve o osservati con orrore perché passeggiano al porto “con un palo inchiodato/ alla spalla sinistra”.

La creatività poetica di Eduardo Rezzano in Notturna (libro che tra qualche mese uscirà anche in Italia, pubblicato da Edizioni Fili d’Aquilone e in mia traduzione) mostra al lettore la faccia sconosciuta e impenetrabile della notte, anche quella inquietante, misteriosa perché l’imprevedibile, in questo viaggio che si biforca in continuazione, è sempre a un passo da noi. Qui nulla è lineare (né il tempo, né lo spazio) ma vi è una profondità che sorprende e dal pozzo al quale si affaccia il lettore trabocca una luce che allarma e stupisce. La musicalità dei versi (per lo più brevi, asciutti) batte il ritmo di Notturna, coordina i vari passaggi, li rende comunicanti tra loro e fa da ponte elastico che taglia la notte, slega i nodi del troppo razionale, dà senso all’impensabile, ai segreti che sono “burchi reali/ nel cielo oscuro”, ai mormorii, allo stesso nonsenso. E si citano Mahler, il brasiliano Villa-Lobos e, ovviamente, il “Chiaro di luna” di Claude Debussy.

 REVISTA FILI D´AQUILONE

Eduardo Rezzano

Nació en La Plata en 1968. Es escritor y músico. Publicó los libros de poesía Ningún Lugar (Mendoza, Ediciones del Canto Rodado, 1999), Gato barcino (Barcelona, Lumen, 2006), no fábulas (Bahía Blanca, Vox, 2010), Alcohol para después de quemar (Santiago de Chile, Fuga, 2012; Buenos Aires, Zindo&Gafuri, 2014; Barcelona, Kriller71, 2016),Caligrafía (Madrid, Amargord, 2013) y Nocturna (Buenos Aires, Zindo&Gafuri, 2016). De este último está en preparación una traducción al italiano que será publicada en Roma por Edizioni Fili d’Aquilone.

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