Buenos Aires - 2014
78 páginas / 14 x 20
ISBN 978-987-3760-01-3
Sobre Alcohol para después de quemar, por Joaquín Sanchez Mariño
Cada vez que miro el sol me acuerdo de cuando me tiré Pervinox en los ojos. Fue por error: era un envase trasparente que confundí con lágrimas. Busqué el colireo y me llevé la cólera. Se me afinaron los ojos como si estuvieran cicatrizando. No fue solo una gota sino varias: pensaba que el ardor era la reacción natural de las gotas en los ojos y seguí disparando. Obviamente, terminé en el médico. Me lavó con agua y aire y se preocupó menos de lo que se rió. Es como tirarte alcohol después de quemarte pero peor, pensé, porque afecta a todo lo que ves. Me tomé un Benadril y me eché a dormir. Pasaron diez años y me encontré con este libro.
No conozco personalmente a Eduardo Rezzano. De él sé apenas que su nombre acompaña –porque es el autor– el título su libro: “Alcohol para después de quemar”, además de otros libros de previa publicación. En este caso, no se trata solo de un poemario sino de una suerte de manifiesto inflamable de proyecciones. Antes de dar paso a las palabras, lo precede una foto de extraña cotidianeidad: un estante en un baño con una botella de alcohol, una cuchara, varios cepillos de dientes, una planta y un frasquito de salsa de tabasco. Después, el primer apartado del volumen: El tiempo y los animales.
Como aquella vez, acá también la vista está afectada por el poder transformador de lo etílico. Tanto la primera parte como la segunda (Miniaturas), están compuestas por textos apocalípticos, ni tristes ni felices, ni afectados ni impostados, tan solo testimonios de la destrucción a la que solo una mirada antiséptica se expone. Sueños, imágenes, reconstrucciones de destrucciones e ideas de un futuro que no sabemos a quién pertenece. “Hablé con un soldado muerto/ que soldado a la tierra/ daba su frutos”, dice. Y antes: “Con el ojo izquierdo veo sombras/ Con el derecho claridades”.
Entregado a la bebida y al tiempo, Rezzano construye la ebriedad de su mundo no con curdas simpáticas ni rodadas cuesta abajo. Toma cuenta de sus pormenores –no es poca cosa, ver nacer el apocalipsis–, y lo cuenta como si nada fabuloso sucediera. “Abrazado a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío, a la deriva”. Y después, en Miniaturas, a anima a imaginar el génesis. Es siempre astuto contar el final reinventando el principio. Propone que al séptimo día, mientras Dios descansaba, se dio cuenta de que al mundo le faltaba un pasado y sembró pistas apócrifas para que creyéramos que venimos del Big Bang y no nos detengamos más en ninfas ni tritones. Y después, con el mito del origen a su gusto, hace y deshace su imperio: “Si en verdad somos lo que comemos, el canibalismo nos hará humanos”. Entonces sí, bang otra vez. El alcohol se consume en la explosión y terminamos todos muertos. Así nos lo cuenta su evangelio.
Póstumos, la última parte del libro, es como tirarse Pervinox en los ojos, lavarse con agua y viento, tomar un Benadril y echarse a dormir: cuando uno despierta se lleva la maravilla de volver a ver todo otra vez, de disfrutar el vicio de la contemplación, de admirar la derrota que dejamos atrás. La mirada está limpia, la claridad no lastima, el mundo –y Rezzano– empieza a mostrarnos su poesía.
Joaquín Sánchez Mariño
Destreza del extrañamiento, por Ernesto García López en Ritual
Alcohol para después de quemar, por Rosario Bléfari
(prólogo a la edición española)
La fábula se encarna en la poesía de Rezzano con el tono y el ritmo que le permiten montar inquietudes desconocidas, como quien monta escenografías, para entonar certeros soliloquios en medio de ellas. Pero estas miniaturas pobladas de resonancias metafóricas están vaciadas de la advertencia organizada de la fábula. La lección, en todo caso, sobreviene en el borde último del poema, y a veces al segundo después de haberlo terminado de leer, cuando descubrimos que, como si hubiésemos subido a una montaña rusa —resonancia de aquella que hacía sangrar por boca y nariz en los antipoemas del poeta chileno Nicanor Parra—, la voz incierta ha jugado con nuestra propensión a la gravedad: se trataba de una especie de broma donde la crueldad o la ternura no son una propuesta, sólo animan movimientos —musicales— de una ilusión controlada.
El tiempo alterado, que por medio de elipsis, aceleraciones, cortes y pausas implementa pasados perdidos, futuros dudosos y la perturbadora invasión del presente, enseguida es identificado, pero ¿quiénes son los seres que hablan apoderándose de la primera persona que usa el poeta?, ¿desde dónde nos hablan? Puede que sea desde los remolinos que arma una memoria con la resaca de lecturas y películas vistas, desde los juegos y acertijos del otro que es el mismo, desde las mismísimas transformaciones frente al espejo, o desde la confusión que se instala por los desdoblamientos y reuniones de un coro extraño que nos resuena como si estuviera sonando en alguna entraña propia o cercana.
De todas maneras, cuando leí por primera vez los poemas de Rezzano sentí mucha curiosidad por el operador que hacía hablar a esas voces. ¿Qué clase de persona escribiría esto y por qué? Incluso sonreí: ¿escribe alguien estos poemas? El tono determinante que va avanzando con algo de amenaza sobre el lector parece provenir siempre de un lugar múltiple e indirecto pero a la vez conforma una entidad única. Sólo después de conocer a Rezzano personalmente y que me confesara el secreto que hoy develo, supe que el uso de la primera persona supone la elección de una puesta. Montar la escena es un acto de transformación gracias a esa primera persona que es ojo y máquina desde algún sitio desplazado. El poeta opera como usurpador del cuerpo de otro —hay cuerpos, no son sólo voces— para instalar en ese recipiente vacío una cámara, en el cuerpo de ese otro que también es un montaje escénico —cuerpos como locaciones, escenas como robots habitables—. Y en ese transporte vamos.
¿En qué, cómo, dónde conseguir que se deje estar, en definitiva que se entregue —o al menos se quede un rato quieto, atraído, demorado— un escéptico, un gracioso, un rebelde de solemnidades, un necesitado de acción renegado de la paz que huye del equilibrio final, un espíritu adolescente? En el terror tal vez, más precisamente en el montaje del terror, en la risa que provoca ese montaje —la escena del descuartizamiento que el propio ilusionista prepara, ejecuta y después desarma y desmiente—. No pasó nada (pero podría haber pasado).
En estos aparatos de producir vértigo, en los que por momentos los poemas de Rezzano se transforman y se deforman, y en la voz enmascarada, pueden detectarse semejanzas con las construcciones de Henri Michaux de sus poemas en prosa. Las escenas no son contemplaciones, no son situaciones diarias que revelan un camino, ni son descripciones de estados de ánimo que fluctúan. Rebelde de la poesía siendo poeta consigue con el montaje de paranoias arrastrar al lector por pasillos que hasta podrían ser aterradores, para desembocar muchas veces en un afuera desde donde se mira lo anterior y se entiende que “no era”. Pero no se termina ahí, ese vacío propina un nuevo susto: el de lo real. La inminencia de algo peor no se suspende. Da lo mismo concluir que el universo sigue expandiéndose como considerarlo inconmovible. Los cuerpos siempre estarán ocupados. Los muertos continuarán hablando, viéndose a sí mismos con la mirada póstuma. Lo que parece otra cosa no es más que el presente o lo real.
La ilusión como paranoia vuelve extraño algo cotidiano o directamente incorpora lo sobrenatural a la realidad y deja —como corresponde— una duda postrera: que en las ruinas de aquella ilusión, cuando ya fue desmontada, habiten las visiones que se habían invocado. Y sí: en ese tiempo largo, superior, los humanos y todo lo que vive en nosotros y con nosotros es sólo una aparición que dura una bocanada de aire, una inspiración o un desaliento. Para qué fingir que no lo sabemos. Sólo resta plegar y desplegar los instantes, como si ese acordeón nos hiciera durar un rato más o abarcar, en el recorrido de otro eje, un poco más de espacio-tiempo. Pienso en el caño que baja y sube con el caballo de la calesita simulando el galope eterno y pienso también en algo que me contó una amiga actriz. En la filmación de una película de terror le tocó protagonizar una escena donde era decapitada. Para tal efecto tuvieron que construir en látex una reproducción exacta de su cabeza con sus facciones y su cabello. “Quedate quietita y relajada” le pidieron mientras se secaba el material. Ocurrieron dos cosas: mientras esperaba para filmar, horas más tarde, vio su cabeza por ahí, ya terminada, y por una milésima de segundo no supo dónde estaba, si ahí o en ella misma. La otra cosa fue que cuando la decapitaron la expresión de su rostro, lejos de mostrar la alteración correspondiente, era la del más dulce y pacífico equilibrio. Murió violentamente, pero en paz.
Alcohol para después de quemar, por Valeria Tentoni en Eterna Cadencia/blog
Eduardo Rezzano nació en 1968 en La Plata. Ahí vive: es escritor y músico. Antes de Alcohol para después de quemar, publicado por Zindo & Gafuri (editora cuyo muy buen catálogo, que crece desde 2010, incluye a autores como Nicolás Pinkus, Mercedes Álvarez, John Cage, Mauro Lo Coco, Cecilia Eraso o Roberta Iannamico), Rezzano había publicado ya los libros Ningún lugar, Gato barcino y no fábulas.
Dividido en tres secciones y con incorporaciones fotográficas, sumadas a la inquietante portada de Claudio Parentela, este tomo de poesía (sí, claro que es poesía, pero como verán la selección realizada aquí pretende engañapichanguear un poco a los alérgicos del verso que descartan antes de probarlo el arrojo de atención cuando se topan con el rótulo, y se pierden así de más de una experiencia de felicidad lectora: hagan el favor y no les avisen, déjenlos avanzar hasta el primero y verán cómo se quedan) es a la vez un tomo de microrrelatos fantásticos. Rezzano ejecuta aquí con su poesía ideas que pueden ser pensadas como narrativas –y, ya se sabe, nada más difícil que escribir a la altura de las buenas ideas, en caso de que nos vengan a la mente– en las que el tiempo es una variable perturbada. O, mejor decir, una variable absorbida por las historias, que se les rinde y se pone a disposición de su continuidad antes que de la propia. Ante la abominación de la linealidad, las coordenadas de lo que insistimos en señalar como real quedan transfiguradas.
Lo que sigue ha sido elegido con la pretensión de dar cuenta de esa estrategia escritural, pero también con la de dar algo más que una pista de la calidad del libro.
Niño del charco
Corrió y dobló por Doctor Santero. Todavía estaba oscuro y había una gallina muerta en la calle. Se escondió entre los desechos saqueados del Carrefour y esperó temblando hasta el amanecer. Lo encontraron con siete años menos, pequeño hombre lobo, otra vez inocente de matar a sus hermanos. A su lado, la luna roja encharcada, testigo y cómplice de una noche sin tregua, se desvanecía.
Cada noche
Los gatos provocaban a los perros, hacía calor y nadie podía dormir; iba a ser así cada noche, porque estábamos atrapados en un verano perfecto. De pronto, la puerta cedió a los hachazos de los bomberos y me levanté; de los bomberos sólo había una nota, un aviso de visita: “Llegamos tarde, lo sentimos mucho”.
Otra mañana
El celular me despertó a una hora inusual y con una canción de Aerosmith; nunca me gustó Aerosmith. Lo manoteé sobre la mesa de luz y descubrí que no era mi viejo telefonito el que sonaba, sino un modelo más moderno cuya alarma, afortunadamente, se apagaba también con facilidad. Descarté por imposible la actualización automática del hardware y me incorporé perplejo. Me di cuenta de que no me encontraba en mi habitación y con horror aprecié a media luz que tampoco mis manos eran mis manos.
Entré asustado al baño y preferí no lavarme los dientes para evitar mirarme en el espejo. Oriné y me metí bajo la ducha con una naturalidad que me supo extraña, ya que odiaba bañarme por la mañana y prefería hacerlo antes de acostarme. Más tranquilo y enjabonado recordé que a la tarde me traerían a Javier; me costaba comunicarme con mi hijo, pero no tenía que olvidarme de alentarlo en el estudio de la guitarra. Anoté en el pizarrón de la cocina que faltaba café, me hice el nudo de la corbata con la precisión habitual y bajé las escaleras saltando de a dos los escalones. Desayunaría camino al trabajo.
Ya en el metro me pregunté por enésima vez por qué me mandarían a ese colegio de mierda. A la tarde me tocaba ir con papá y tendría que soportar otra vez ese rollo de la guitarra. ¿Por qué insiste con la guitarra si sabe que estoy estudiando piano y que mamá necesita que la ayude con la cuota del piano eléctrico?
Caracoles
Oí que mi jefe me nombraba y me di vuelta como un resorte, pero hablaba por teléfono y bajó la voz para que no lo escuchase. Después supe que era conmigo con quien conversaba, pero en un tiempo futuro, cuando yo no trabajaba más allí y necesitaba que me hiciera un favor, que influyera en tal o cual asunto para dirimir tal o cual pleito.
Tardé varios años en darme cuenta de lo perdido que estaba entonces, años que pasaron con la lentitud de un caracol como si mi vida se hubiera congelado.
Cuando cae el día
Cuando el día cae
caemos con el día
como el surfista con la ola
cuando atardece en la playa
Alcohol para después de quemar, por Pablo Milani para Revista Aglaura
Los poemas de Eduardo Rezzano (1968, La Plata) atribuyen a un cuerpo sin espacio. Una mirada que desde un principio recrea una sospecha de la palabra bajo tensión. A lo largo de Alcohol para después de quemar la potencia del lenguaje no deja de sorprender. El libro está dividido en tres secciones: El tiempo y los animales, Miniaturas y Póstumos. Cada una de esas secciones habla por sí misma, no por su significado, sino por la desolación en la utilización de cada palabra y sus imágenes.
Abrazado a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío, a la deriva.
Hay libros que encuentran su escritura de inmediato. Alcohol para después de quemar, avanza hacia un claroscuro indefenso en pos de una búsqueda fragmentada desde un centro desplazado que pide libertad de expresión alejándose de lo cotidiano.
Cada noche a la misma hora me paraba en la misma esquina y esperaba una señal; me presentaba allí invariablemente, lloviera o hiciera bueno, movido por una fe que el tiempo diluyó en un vaso de tinta. Cambié de ciudad, de país, pero cuentan que me siguen viendo en aquel sitio mal iluminado esperando una señal o una noticia, algo que indique que la guerra terminó, que puedo volver a casa.
Estas tres dimensiones en la que está separado el libro se presentan con la hipótesis de que parezca como una continuación interrumpida frente a lo inevitable. El desenlace de los versos conduce paso a paso a un desenlace que se muestra invisible pero que ocurre en aquello que está más próximo.
Una mujer avanza por las vías abandonadas del ferrocarril provincial. En la mochila lleva la cabeza y una muda de ropa –la cabeza se descompone y la ropa se mancha–. Se detiene frente a un enorme silo metálico y piensa: “¿Qué es lo que camina a cuatro patas por la mañana, a dos a mediodía y a tres por la noche? No puede ser el hombre; al hombre lo vi arrastrarse para comer de mi mano y le di muerte”.
Eduardo Rezzano describe un mundo aparte de otro. Muestra una voluntad de acción dentro de una sociedad inexistente como un narrador sensible al carácter sublime de un paisaje invertido. La exageración se deja ver cómplice en cada reflexión del libro trabajando la naturaleza desde una dimensión inasimilable a la razón.
Alcohol para después de quemar, en Séptimo Día
De Eduardo Rezzano sabemos algunas cosas. Sabemos que nació en 1968 en La Plata, donde vive actualmente. También que ha vivido en Buenos Aires, Barcelona y Madrid. Sabemos que es escritor y músico, y que publicó los libros de poesía Ningún Lugar , Gato Barcino , no fábulas yCaligrafía. Ahora, además, sabemos que su nuevo libro de poesías ya está en la calle ( Alcohol para después de quemar , una reedición renovada y ampliada del homónimo que fuera publicado en Chile en 2012).
Baterista, percusionista y compositor, fundó 2vecesbreve y la Orquesta Camaleón para tocar y grabar su propia música. También ha participado en diversos proyectos junto con destacados músicos, ha trabajado como sesionista y ha compuesto música para teatro y para danza. Pero al dar con su último trabajo resulta imposible no subrayar lo que acaso sea incuestionable: Eduardo Rezzano es un poeta mayor
Con una mirada lúcida y atroz, con fuerza de sentencia epigramática, la poesía de Rezzano nos deja a la intemperie del lenguaje y con una idea recurrente: las cosas trascendentales suelen ocurrir en silencio. Llovía otra vez. El desierto se despoblaba , nos dice, y demuestra que la palabra, y sus reminiscencias cotidianas, simples, sencillas, bien puede ser un animal amoroso y ardiente al que hace tiempo aprendió a domesticar y encender.
Nació en La Plata en 1968. Es escritor y músico. Publicó los libros de poesía Ningún Lugar (Mendoza, Ediciones del Canto Rodado, 1999), Gato barcino (Barcelona, Lumen, 2006), no fábulas (Bahía Blanca, Vox, 2010), Alcohol para después de quemar (Santiago de Chile, Fuga, 2012; Buenos Aires, Zindo&Gafuri, 2014; Barcelona, Kriller71, 2016),Caligrafía (Madrid, Amargord, 2013) y Nocturna (Buenos Aires, Zindo&Gafuri, 2016). De este último está en preparación una traducción al italiano que será publicada en Roma por Edizioni Fili d’Aquilon.