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DIXIT -María Eugenia López

Siempre hay melodías, no vivencias. Hay colores y esquirlas del lenguaje de los otros. Es lo más cercano que se puede decir de lo que escribo en relación con lo que quiero decir, el trazo. La primera parte del libro pudo haber nacido de un diario de viaje, pero eso no es poesía, digo, la vida.
Como un cajón de verduras no es un plato. Y pudo haber sido escrita con un acordeón de fondo pero ya sabemos cómo es esto de las percepciones: resultó que era un bolero, un reloj, una sirena.
El amor y la lengua son esas estructuras que nos dan seguridad hasta el último minuto, ese en el que se nos caen encima (y sin embargo tan hermosas las implosiones de edificios). La segunda parte del libro es un gabinete de curiosidades. Otro diario de amor y tentación de ponerle nombre a lo que se cree descubierto, como si me perteneciera, como si no hubiese estado ahí desde antes, mirado y escrito por otros. Pero este es mi dibujo.
Todos los títulos en mi vida son problemáticos, excepto por la gallina que aún no tengo pero que ya se llama Leila María y por este libro. Fue lo que me dijo el ejercicio de la escritura incluso cuando no entendía: de esto te estás alimentando. Quizás porque no aspiro a la obra de mil tomos que ilumine (¿se puede?) el mundo, sino a afinar la puntería dominando la respiración y el pulso para explicarme antes a mí que a nadie de qué se trata esto de andar y moverse, qué es lo crudo y lo fermentado. Este libro es distinto, o cierra una etapa? Mis libros se cierran a sí mismos. Aunque yo creo estar diciendo diferente o tarareando de otro modo, lo cierto es que la cuerda de donde salen los ruidos es la misma, y los hilos que tensionan la cabeza, los tendones que se cruzan, crecen en este mismo cuerpo que se para en este tiempo, en este espacio, en estas condiciones materiales. Cuando digo «gallo» no estoy hablando del macho de la subespecie doméstica más numerosa del planeta, sino de esa voz que escuché cantando en la madrugada en la que comenzaron los bombardeos a Gaza.

El amor y la lengua son esas estructuras que nos dan seguridad hasta el último minuto, ese en el que se nos caen encima (y sin embargo tan hermosas las implosiones de edificios). La segunda parte del libro es un gabinete de curiosidades. Otro diario de amor y tentación de ponerle nombre a lo que se cree descubierto, como si me perteneciera, como si no hubiese estado ahí desde antes, mirado y escrito por otros. Pero este es mi dibujo.

Todos los títulos en mi vida son problemáticos, excepto por la gallina que aún no tengo pero que ya se llama Leila María y por este libro. Fue lo que me dijo el ejercicio de la escritura incluso cuando no entendía: de esto te estás alimentando. Quizás porque no aspiro a la obra de mil tomos que ilumine (¿se puede?) el mundo, sino a afinar la puntería dominando la respiración y el pulso para explicarme antes a mí que a nadie de qué se trata esto de andar y moverse, qué es lo crudo y lo fermentado. Este libro es distinto, o cierra una etapa? Mis libros se cierran a sí mismos. Aunque yo creo estar diciendo diferente o tarareando de otro modo, lo cierto es que la cuerda de donde salen los ruidos es la misma, y los hilos que tensionan la cabeza, los tendones que se cruzan, crecen en este mismo cuerpo que se para en este tiempo, en este espacio, en estas condiciones materiales. Cuando digo «gallo» no estoy hablando del macho de la subespecie doméstica más numerosa del planeta, sino de esa voz que escuché cantando en la madrugada en la que comenzaron los bombardeos a Gaza.

PÁJAROS PETRIFICADOS EN PLENO VUELO

Sobre la lectura de Historia Inconclusa de la Velocidad, de Renato Mazzini

Por Lorenzo Gomez Oviedo

1 – Voy a escribir, futuro presente, sobre Historia inconclusa de la velocidad. Por si no se sabe, éste es un libro de poesía. Yo lo sé porque lo he leído y, además, sé muy bien que su editorial, Zindo & Gafuri, se encarga exhaustivamente de publicar poesía, aunque muchas veces sus libros se escapen de ese género (si pensamos la poesía como género y no como fenómeno fantasmal tan intocable como hipnótico) dando de vez en cuando a sus lectores

pequeños engendros de laboratorio que parecen recién salidos de algún hangar abandonado o de un edificio en llamas. Únicos (y) supervivientes.

2 – Nada podemos saber del autor más que su nombre es Renato Mazzini y que escribe en portugués. Asumiremos que es brasilero, sabiendo que bien podría ser portugués, o de ningún lugar. (En su mayoría, los poetas siempre cuentan con la marca, ya sea en los ojos o en los codos, de pertenecer a esa única nación posible que es ningún lugar.) El magnífico diseño del libro, con su astronauta tironeado y hermanado por su sombra holográfica, ayudan a consolidar el desconcierto.

3 – ´I look at you / Across those fire and the dark.´ Con esta perturbadora cita de Weldon Kees se abre Historia inconclusa de la velocidad. Es un comienzo representativo del fenómeno que podemos vislumbrar mientras leemos sus más de 40 textos. Como la cita indica, la poesía de Mazzini nos observa, aunque nos cueste reconocerlo y por momentos nos lleve con precisión a perderlo de vista por completo, nunca perdiendo su potencialidad y firmeza. Las múltiples imágenes que su poesía desprende nos puede sugerir al juego de un niño con problemas de conducta por primera vez quieto, en observación intensa a alguna miniatura que desconocemos, que no sabemos bien si queremos conocer pero que de algún modo agradecemos que exista.

 

4 – Velocidad: (lat. velócitas) f. Celeridad, rapidez en el movimiento || Mec. Relación entre el espacio andado y el tiempo en que se recorrió.

La relación. A través de varios de sus versos, Mazzini hace de la poesía una evidencia de relaciones secundarias, digamos, de sombras de relaciones que quiebran y habilitan nuevos senderos, humildes, angostos, decididamente fértiles. Uno de estas sombras nos sugieren que el espacio andado se borró detrás del tiempo en que se recorrió. Otra, tal vez la más frecuente, nos induce a que el tiempo andado lo cubrió todo y el tiempo, recorrido o por recorrer, quedó aplastado, impotente y anonadado: ‘ningún viento, el florero / en caída deteniéndose en el aire / a dieciséis centímetros del suelo.’

 

5 – Historia Inconclusa. A esta altura (y es preciso el lugar común, que estos poemas podemos medirlos en niveles de altura, en grados de vértigo) y al cerrar su última página, podemos encontrarnos desorientados. Posible razón: Lo inconcluso que podíamos esperar de este libro era que sus poemas, sus imágenes evocadas y brotadas, carecieran de desenlace, que su tiempo futuro se encontrara trunco, diluido en la inmensidad del punto aparte. Eso sería un modo, una orientación. Si sumamos al fenómeno que lo inconcluso, a su vez, puede nacer de su espacio blanco de gestación, de la pulverización de su ayer, de lo indefinido y esquivo de su punto de origen, estaríamos acercándonos a la experiencia que atravesamos al leer este fascinante libro que nos sorprende, nos desprovee de todo borde confiable y nos eleva extrañamente: (como si el fin del mundo / nos encontrase haciendo las valijas).

 

ME DIJERON QUE EL LIMOS CLUB EXISTIA

por Diego L. García

Me dijeron que el Limos Club existía y, aunque bastante incrédulo, fui hasta esa dirección que alguien había garabateado detrás del ticket de un súper chino.
Justo en medio del camino, atravesada ya la selva oscura de un par de avenidas mal asfaltadas, me encontré ante una puerta y ante la revelación de aquel mito…

En L. C. hay una contraseña. No es una palabra ni un ruidito. Es una forma de hacer sonar al mundo. Fijate:

 

Claramente el anverso como viruela
lo nutre con barros donde la simultánea
serpentina lo amasa,
en sus plutónicas piritas:el club.

(…)
Alunada su iris ascendió,
trastabilló su cuarcita núbil,
fibrosa y con fibrón:

el club.

Entonces entro y por un pasillo veo un cyborg, por otro un cíclope, una luz mala. Veo escenas entre sombras, no adivino las formas, los cuerpos, algo huele –escucho que dicen- “hiperconfitado”:

La mantis coja, ¡esa posición es nueva!
desconcha un bulón rociado,
olisquea.

De quién es ese thriller que posa el jabón en la jabonera.
Del cóccix.

Sigo y no hay palabras menos eróticas. Me parece que sería una buena idea beber algo, buscar algún rincón donde acomodarme pero parece que acá nadie sirve. Aguzo el oído: casi un rock fuerte en el Limos Club. Pero no. Tampoco es eso. Hay tumultos, hijos de discordia, hay ráfagas de definiciones. Alguien me roza hablando de la poesía (¿o del sueño de un murciélago?):

¿acaso es como un verso
que se empala debajo
o en lo oral (al)
debajo es
enjambre agazapado
ante lo escrito (to)
empala debajo o detrás
o nota al pie sudado?

[Remover la tierra que cubre las palabras muertas, hambrientas, levantarla desde abajo, separar las capas de lo oral y el enjambre, hambriento, el to y el al que vibran en pequeños terremotos, tos, la boca es la mano que no simula, el hambre, el pie sudado sale a flote, pero los cadáveres cantan acá en amorosas llamas, cantan y se sacuden, con hambre, se auto-desentierran por un poco más de ese “vermut sintáctico”, ay el castigo de la voracidad, el lenguaje caníbal, el crimen, el maldito crimen!]

…Perdón por el lapsus.

Trato de despabilarme y cuando quiero salir otro sujeto se acerca a decirme que no me preocupe. No entiendo exactamente por qué. En una riña a pocos metros el que agoniza en el suelo balbucea: “Cíclope impreso ríe del tiempo”. Me llevo esa moneda por las dudas. Uno nunca sabe cuándo va a tener que volver.

 

 

 

Denise Levertov

¿Cómo se escribe un poema? Creo que es una pregunta sin resolución. Enfrentar al muerto se escribió a lo largo de un año, entre mediados del 2016 y 2017. Luego, lo más importante fue, como siempre, su trabajo posterior. No estaba destinado a ser ni título ni libro, si es que se puede hablar de destino para referirnos a la literatura, o a la vida en general. 

No estaba destinado a ser ni título ni libro, si es que se puede hablar de destino para referirnos a la literatura, o a la vida en general.

Comencé a pensarlo, a anotarlo, en los momentos que acompañaron por fuera la internación de mi abuela en el sanatorio Güemes, por una caída y rotura de cadera: en los pasillos, en los bares, en la puerta mientras bajaba a fumar. Al principio iba sobre los mecanismos de represión de las instituciones médicas, sobre la intervención del cuerpo, sobre los controles policíacos a los pacientes y acompañantes. Luego, siguió creciendo a lo largo de los seis meses que mi abuela pasó, después de aquello, en el geriátrico donde el 31 de diciembre de 2016 murió, afectada por diversas patologías pero especialmente un Alzhéimer que la fue mutilando durante largos años.

Tres días después, mi abuelo también se cayó, y hubo que internarlo. El poema se fue transformando, como su cuerpo en las diversas internaciones en el mismo sanatorio, ese que ya conocía de memoria y sabía a donde escapar para escribir, incluso sin moverme de su lado. Por esa época, la escritura era una forma de resistencia y de respiro. Tuvo el mismo valor que las estrategias para ingresar de contrabando frutas, galletitas, termos y mates, licuados y otros alimentos que la burocracia hospitalaria no permite y que, sabemos, son necesarios para continuar los momentos de vida bajo los efectos del vitalismo impuesto.

La poesía y la comida me unieron el último tiempo a mi abuelo. Su agonía fue lenta y dolorosa. Terrible. El poema siguió naciendo a su lado, las tardes en que lo cuidaba y me empecinaba en alimentarlo por fuera de los dispositivos médicos de intervención vital; en las tardes que le leía o que escuchábamos las letras de Romero, Cadícamo y Le Pera en los tangos de Gardel.

No me crié con mis abuelos, pero fueron ellos lo que me criaron. En su sentido más pleno. Quienes me ayudaron a crecer, con quienes compartí mi vida hasta que se fueron, y quienes me guiaron amorosa y éticamente. Mis abuelos fueron ese espacio de respiro, el lugar de escape, el jardín florido en medio del barro de la ciudad.

Enfrentar al muerto habla de esa compañía, aunque sin decirlo. Habla de lo que queda cuando el cuerpo desiste en sus voluntades propias, cuando la vejez o la enfermedad nos arrojan al despiadado e impersonal sistema de la salud, que insiste en la vida cuando la vida quiere irse. El poema habla de ese dolor, el de la vida que se resiste a ser atada a la camilla, el de las personas que nos resistimos al encierro de los espacios de reclusión vitalista, incluso de las resistencias de/sobre nuestro propio cuerpo.

La figura, a contramano del título, no es el infinitivo –la forma de lo impersonal en el lenguaje, del no tiempo– sino el gerundio: lo que indica la permanencia de una acción continuada, alargada, inconclusa, que no tiene temporalidad de inicio ni de fin, la farsa de la simultaneidad. El gerundio, lo que no debe estar, el gargajo de la lengua. Lo innombrable.

Y después, lo sabemos, la edición, el duelo.

DIXIT / Diego L. Garcia

Los textos de (fotografías) surgieron a partir de 2016, posteriormente a la publicación de Esa trampa de ver, al pensar qué puede hacer el lenguaje poético como mediación entre la imagen y la experiencia. Es decir, qué hay en medio de una escena congelada y el relato de lo vivido que pueda sacar al texto de una forma literaria afectada. Más tarde, cuando en 2017 me topé en Internet con la exposición de fotografías de Wayne Sorce en una galería de Chicago, inmediatamente sentí que ese trabajo estaba en sintonía con lo que yo buscaba.

El fragmento irremediable de la captura estaba desplazado de la referencia habitual y, además de lo evidente, en cada obra había palabras incrustadas; no puestas por el autor, sino por la ciudad: carteles, pintadas, etc. que abrían un espacio de expresión subterráneo sin salirse del marco. Y de alguna manera esas impresiones fueron siendo la viga para una escritura que las desbordaba (y yo dejé que lo hiciera), transitando una serie de experiencias personales casi en tiempo real.

Este año se publicó también Una cuestión de diseño, por Barnacle, y si bien han sido dos proyectos paralelos, se trata de dos búsquedas diferentes. Aunque siempre respondiendo a una necesidad más bien ensayística, a un intento por ver qué pasa en lugares con poca señalización.

Este libro es especial para mí, quizá sea el cierre de una serie y el comienzo de otra. Hay ciertas cuestiones del ritmo, tal vez una amabilidad menos casual, que seguramente vayan siendo sostenidas en el futuro. Así también la forma de vincular escritura y experiencia surfeó con un swing que me gusta, que me permitió permanecer sin fugarme de mi propio texto. Y eso en lo personal es lo gozoso de este asunto.

INDETERMINACIÓN 2: POSTFACIO

 

TODA LA VIDA TIENE MÚSICA

 

Este es el final de un libro que siempre empieza.


¿Qué es sino ese espacio
entre lo dicho y su resonancia? ¿Hasta qué
punto la palabra “silencio” alcanza
para hacernos creer en una falta?  

Ocurre que el lector ha estado inmerso en un sistema Zen, en el cual el ritmo resulta ser un camino hacia la Nada de la verdadera comprensión. La paradoja poética del no-entendimiento (y del lector como discípulo paciente) se ajusta a escenas que empalman con el ámbito personal de Cage, por lo que esa veta introspectiva se ve matizada: los padres, las clases, las conversaciones con amigos y maestros, los viajes dan cuenta de un entorno influyente. Volvamos a aquello, son escenas que proyectan un ámbito personal, no directamente anécdotas escritas; es, por lo tanto, la experiencia del discurso lo que el autor captura en el lapso medido de un minuto por historia. Los poemas tienen un solo plano, como una partitura que se ejecuta sin freno de izquierda a derecha; no hay algo en el fondo por descubrir, sonido y sentido funcionan como una unidad que no pasa de ser una performance.

Mientras    estábamos
recostados en   esa   cama   de   flores,
algunas    otras   personas    llegaron   por   el   puente.
Una de   ellas   le dijo   a   la otra,
“Hacés  todo   este    camino           y
cuando   llegás  hasta acá no hay    nada     que     ver”.
A eso  de las  once  estábamos  afuera en la calle
caminando,            y una señora norteamericana le dijo
al  Dr.Suzuki,            “¿Cómo puede ser,  Dr.  Suzuki?
Que   pasemos   toda   la noche haciendo
preguntas         y    nada     se   resuelva.”         El Dr.
Suzuki   sonrió   y   dijo,                  “Por eso
amo    la   filosofía:                      nadie     gana.”

En la poesía también podemos decir “nadie gana”. Y seguramente Cage lo hubiera revalidado para la música. Esa experiencia de ir en busca es en verdad el todo, o al menos el todo que traza una forma en el tiempo, como ocurre con el joven japonés que va en busca de un maestro en el poema final.

Las voces de los otros y el lugar dramatizado de “testigo” apuntan a una manera de experimentar con las mediaciones de la lengua. El decir es filtrado por un pensamiento coral: el autor engendra un mundo sólo a partir de su capacidad de atender al murmullo e incorporarlo. El discurso indirecto se interpone con una intención nueva y no va hacia el lector en línea recta sino todo lo contrario. Cito a D.T. Suzuki: “La flecha se desprende de la cuerda pero no se dirige rectamente hacia el blanco ni el blanco permanece donde está”. Lo contado ya es otra cosa, un bit procesado en un gran sampleo, una composición que pone a dialogar capas diversas de fragmentos lingüísticos.

     

Que         nosotros

  no         tengamos        oídos         para         escuchar         la

    música         que      hacen       las   esporas         

expulsadas    de     los     basidios                nos         obliga

a             estar           ocupados           microfónicamente.

                         

Más allá de los tópicos de la retórica metafísica, la palabra aparece distorsionada por el espíritu caótico del siglo XX. En el poema 133, una madre y su hijo visitan una exposición de Morris Graves y ella, al llegar ante una sala donde “todas las pinturas eran negras”, le tapa los ojos al niño. Amigo y colaborador de Cage, Graves pensaba al artista como alguien que podía “dibujar pistas para guiar nuestro viaje desde la conciencia parcial a la conciencia plena”. El caos, representado por una madre que tapa los ojos del hijo, se propone como aquello completamente obturado y por ende, salvable a través de la perforación luminosa (recordemos el poema de Los Cuatro Emperadores del Caos) que adviene tras superar las barreras de lo evidente.

Hasta acá estaríamos hablando de una obsesión de época por el orientalismo que luego derivó saturada en la New Age. Ahora bien, ese caos no es en el poetizar de Cage una suciedad o interferencia que deba ser limada en pos del despojamiento de la textualidad canónica (pensemos en los mantras budistas, esos que presentan su extremo en el poema 76, donde un tambor termina repitiéndose “implacablemente” durante quince minutos). La mixtura experimental (prefiguración del pop) y la aceptación de lo espontáneo ocupan un lugar central en la obra de Cage. Y es ese plus lo que vuelve interesante a su poesía.

Kay Larson sostiene que John Cage gestó una visión de mundo que permitió a los artistas posteriores apreciar la obra de Marcel Duchamp. Creo que esa visión puede, sin dudas, hallarse en sus escritos como una suma de sentido y complejidad al espíritu del ready-made. En lo que nos interesa propiamente a nosotros, podríamos decir, parafraseando el primer poema citado, que después de todo este camino no hay nada que leer. Claro, no se trata de objetos textuales recolectados de manera directa de la vida y expuestos en un contexto diferente a modo de “Esto-es-Poesía”, sino que, como hemos advertido, el juego pasa por explorar qué late en los intersticios de una conversación, del ritmo de una conversación infinita, cuyos patrones impredecibles dan cuenta de nuestra existencia. De alguna manera, algo está sucediendo mientras nada sucede. Esto me hace pensar en ese poema en que Graves llega a una cafetería para comer una hamburgesa en su viejo Ford decorado “como un pequeño cuarto amueblado”. ¿Qué hizo realmente el pintor? ¿Acaso sólo pidió una hamburguesa y se fue? Creo que ahí estamos todavía, mirando cómo Cage y sus voces enrollan la alfombra roja y aceleran hasta perderse de vista; lo que queda después es, únicamente, contar lo ocurrido en esa indeterminación entre el asombro y la materia que lo representa.

Diego L. García (2018)

DIXIT / Carolina Bartalini

¿Cómo se escribe un poema? Creo que es una pregunta sin resolución. Enfrentar al muerto se escribió a lo largo de un año, entre mediados del 2016 y 2017. Luego, lo más importante fue, como siempre, su trabajo posterior. No estaba destinado a ser ni título ni libro, si es que se puede hablar de destino para referirnos a la literatura, o a la vida en general. 

La cuestión fue así: surgió. Como los yuyos, el poema brota de los poros cuando necesita respirar. El título vino mucho después, cuando el árbol ya estaba hecho y hubo que podarlo. Para escribir este poema partí de tres imágenes y una figura. Todas ellas relacionadas con el título inicial, ese que nombró el archivo en mi computadora durante varios años, los que tardó este texto en componerse y desacomodarse de aquel rastro que, en principio, lo asociaba a la poesía, como género, y a la vida, como rastro. Por supuesto, no lo voy a decir porque está, también, cosido en el entramado del poema, como el título final.

Comencé a pensarlo, a anotarlo, en los momentos que acompañaron por fuera la internación de mi abuela en el sanatorio Güemes, por una caída y rotura de cadera: en los pasillos, en los bares, en la puerta mientras bajaba a fumar. Al principio iba sobre los mecanismos de represión de las instituciones médicas, sobre la intervención del cuerpo, sobre los controles policíacos a los pacientes y acompañantes. Luego, siguió creciendo a lo largo de los seis meses que mi abuela pasó, después de aquello, en el geriátrico donde el 31 de diciembre de 2016 murió, afectada por diversas patologías pero especialmente un Alzhéimer que la fue mutilando durante largos años.

Tres días después, mi abuelo también se cayó, y hubo que internarlo. El poema se fue transformando, como su cuerpo en las diversas internaciones en el mismo sanatorio, ese que ya conocía de memoria y sabía a donde escapar para escribir, incluso sin moverme de su lado. Por esa época, la escritura era una forma de resistencia y de respiro. Tuvo el mismo valor que las estrategias para ingresar de contrabando frutas, galletitas, termos y mates, licuados y otros alimentos que la burocracia hospitalaria no permite y que, sabemos, son necesarios para continuar los momentos de vida bajo los efectos del vitalismo impuesto.

La poesía y la comida me unieron el último tiempo a mi abuelo. Su agonía fue lenta y dolorosa. Terrible. El poema siguió naciendo a su lado, las tardes en que lo cuidaba y me empecinaba en alimentarlo por fuera de los dispositivos médicos de intervención vital; en las tardes que le leía o que escuchábamos las letras de Romero, Cadícamo y Le Pera en los tangos de Gardel.

No me crié con mis abuelos, pero fueron ellos lo que me criaron. En su sentido más pleno. Quienes me ayudaron a crecer, con quienes compartí mi vida hasta que se fueron, y quienes me guiaron amorosa y éticamente. Mis abuelos fueron ese espacio de respiro, el lugar de escape, el jardín florido en medio del barro de la ciudad.

Enfrentar al muerto habla de esa compañía, aunque sin decirlo. Habla de lo que queda cuando el cuerpo desiste en sus voluntades propias, cuando la vejez o la enfermedad nos arrojan al despiadado e impersonal sistema de la salud, que insiste en la vida cuando la vida quiere irse. El poema habla de ese dolor, el de la vida que se resiste a ser atada a la camilla, el de las personas que nos resistimos al encierro de los espacios de reclusión vitalista, incluso de las resistencias de/sobre nuestro propio cuerpo.

La figura, a contramano del título, no es el infinitivo –la forma de lo impersonal en el lenguaje, del no tiempo– sino el gerundio: lo que indica la permanencia de una acción continuada, alargada, inconclusa, que no tiene temporalidad de inicio ni de fin, la farsa de la simultaneidad. El gerundio, lo que no debe estar, el gargajo de la lengua. Lo innombrable.

Y después, lo sabemos, la edición, el duelo.

PIEDRA GRANDE SIN LABRAR: UNA PRESENTACIÓN

Escribí los poemas de este libro entre 2014 y 2018. No tuve una intención clara antes de escribirlos. O lo de siempre: escribir para acercarme más y mejor a la vida. Después de cada encuentro con Natalia Romero y Alicia Genovese, que fueron las primeras en escucharlos, yo volvía con una pregunta: ¿estoy diciendo todo lo que quiero? Será una ilusión esto del decirlo todo pero qué haríamos sin ella. Ese deseo de libertad también surgió después de leer a Muriel Rukeyser.

En este sentido Piedra grande sin labrar, que da nombre al libro, es un poema especial. Al escribirlo tuve la sensación de que decía lo que tenía ganas de decir con un ritmo propio y sin ponerme en el medio. Con ese impulso volví, en ese poema y en otros, a imágenes que me acompañan desde chica: mi mamá poniendo la mesa, mi papá yendo y viniendo y los bares, mi adolescencia, el deseo, una mujer, otra, las amigas y los amigos, los ríos de Córdoba.

Paula Jiménez dice en el prólogo que la piedra grande sin labrar también es la vida cotidiana, cosa que me gusta mucho. Se habla a veces de la inutilidad de la poesía, pero yo necesité escribir estos poemas. Fueron años de querer irme corriendo de varias situaciones y los poemas me ayudaron a frenar, incluso a encontrar algo, no digo una revelación pero sí una punta de sentido en todo eso que viví. Lo que viví en ese día a día, que no es únicamente lo que vi sino lo que me acompañó cada día desde que salí de casa hasta que volví. Lo que me acompañó incluso cuando soñé. En los poemas quise trabajar con todo eso.

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