Como ―suponemos― ocurre en los sueños, hay en Las causas del desconcierto una arquitectura que se sustenta en la plena materialidad de las palabras. El libro se abre con una advertencia: no trates, “porque no hay nada que encontrar detrás de todo esto”. Igual que en la música, todo está ahí, justo en lo que se percibe, parece querer decirnos la nota del epígrafe: en el juego con las formas y con el sentido, en el paso del español al inglés, al alemán, al francés, y en el sonido como único factor de peso en la elección entre lenguas (“El telegrama de rechazo fue redactado / […] lo más diplomático imposible / Queremos hacer cosas lindas. Cantar, por instancia. / Pero no siempre. No siempre / sale todo bien”). Por vecindad sonora o  porque así lo exige la voz que habla en el poema, las lenguas extranjeras abren su propio juego. Sin embargo, ese juego no acaba en sí mismo: “a la hombre le sobra mucha sombra”, y es en el lugar de este théâtre d’ombres  donde el efecto ―óptico y musical al mismo tiempo― se realiza. Los juegos de palabras, las combinatorias ―“tan posibles como es real”, dirá en el poema “La forma”― traman un tejido en que “el hilo no se corta nunca, se va deshilando cada vez más” y, al mismo tiempo, teje: hilo con hilo, imagen con imagen, relato con relato.

Entonces, en las tres partes que componen el libro ―“La brevedad”, “La levedad”, “Y otras fallas aparentes”―, los paisajes de palabras y sonidos vienen a habitarse con “los edificios hechos de vocales consonantes, de chasquidos / de la lengua, del sabroso repetir de una palabra”. A veces hay lugar para lo oscuro, como si una incomodidad de época nos hablara con tono mordaz de lo siniestro y, al mismo tiempo, respondiera con ironía a sus imperativos: “Hay que ir al fondo: bailar hasta desmayarse, / como en los bailes del tun, / gritar hasta la ronquera, golpearse hasta morir, / trazar círculos con la propia sangre, o venderla / (uy, sí): empezar a sangrar de inmediato”.  Otras veces, el espacio del poema es el de la abstracción, que también es paisaje, con formas, ángulos y signos mayores, como en una pintura de Rufino Tamayo. Pero en todas sus versiones, el poema no deja nunca de ser espacio de la voz, que Iriarte presta “para que suenen todas las canciones”. Como en los cuicacalli de los aztecas, casas de los cantos y pinturas, el lenguaje en este poemario es el lugar de lo sagrado, la casa que guarda los sonidos, el ritmo, como símbolo de los espíritus “que alguna vez tuvieron los muertos y ahora reposan en su casa final”.

Citas, menciones, reflexiones lingüísticas. Voces populares, referencias académicas, descripciones de murales o fotografías. Lo excepcional de este libro está en el modo en que conjuga el refinamiento de la forma ―la precisión y la elegancia― con la irreverencia. Como si la descomposición de las partes de la máquina, el cuerpo que constituye Las causas del desconcierto, no pudiera ser sino meticulosamente irreverente.  Porque hay palabras urgentes y porque ―como le ocurre a Dalmacia Ruiz en el primer poema del libro― ni toda la miseria del mundo podría borrar esa línea de poesía que quiere ser leída. La advertencia primera acompaña la lectura, resuena en ella y, sin embargo, la pregunta comienza a formularse: ¿qué es lo que está detrás de todo esto? El mismo texto instala la cuestión que había negado al comienzo. Imposible no indagar en las causas del desconcierto. Porque la voz de Iriarte actúa como esa “revelación inminente”, esa epifanía que se convoca por un instante, porque quizás así suena ―o sueña― el lenguaje mismo. Tal vez sus versos hagan resonar en nosotros un ritmo, un tono, una vibración, o apenas un soplo, una frecuencia, de esa materia de la que están hechos los sueños.

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